“Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre que está en el cielo” (Mt 5, 48)1
“Perfección y santidad” son conceptos que indican la misma realidad, de una vida totalmente entregada a amar a Dios y a amar al prójimo, siguiendo a Jesucristo que siempre hizo la voluntad de su Padre, guiado por el Espíritu. Creo que San Vicente emplea indistintamente las palabras “perfección y santidad”. Y en él, el seguimiento de Jesucristo y el cumplimiento de la voluntad de Dios, están necesariamente unidos a la perfección y santidad.
“Perfección” -perfectio- en su sentido etimológico, indica una acción acabada, hecha completamente. “Perfecto” y “bueno”, según la Biblia y los escritos del judaísmo contemporáneo, en su acepción moral, son sinónimos y significan ambos la fidelidad a la voluntad divina (R. Ortega, La vida de perfección cristiana, en Vicente de Paúl, evangelizador de los pobres, CEME, Salamanca 1973, 238.).
En Vicente de Paúl, no encontramos un teórico y especulativo de la espiritualidad, de la santidad, de la perfección, sino que él, siguiendo a su Maestro Jesús, siempre empezó a “hacer” y luego a “enseñar” (RC. CM, 1, 1). Lo que él escribe de la “perfección” o de la “santidad”, es el testimonio de su vida. Vicente trabajó siempre para conformar su vida con el querer y no querer de Dios, buscando su propia perfección en el trabajo evangelizador de los pobres y en la formación de santos y sabios sacerdotes.
Aquello de “amemos a Dios, hermanos míos, amemos a Dios, pero que sea a costa de nuestros brazos, que sea con el sudor de nuestra frente” (XI, 733), no es una frase bonita de Vicente, sino que resume su vida de esfuerzo y trabajo para “hacer efectivo el evangelio” (XI, 391). Vicente ha experimentado a Jesucristo y por eso puede hablar de El. “Tal es mi fe y tal es también mi experiencia”(II, 237).
La Iglesia al “canonizar” a Vicente, al declararlo “santo” está diciendo que Vicente llegó a “la perfección por la multiforme gracia de Dios” y “proclama el misterio pascual cumplido en él” (SC n°104). Está diciendo, que fue un cristiano auténtico, que se esforzó por “tener los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús” (Filp 2, 5), y que siguiendo su ejemplo, dedicó su vida a adorar a Dios y a evangelizar a los pobres. Al declararlo “santo” se está asegurando que Vicente vivió según el Evangelio, que vivió las bienaventuranzas, que dedicó su vida a trabajar por el crecimiento del Reino, que su bautismo no fue en vano, sino que lo llevó a cumplir en su vida de una manera seria y responsable, el mandamiento nuevo del amor.
Vicente siempre se consideraba como un gran pecador y lejos de él, el considerarse “perfecto” o “santo”. Sin embargo, caminando bajo la mirada amorosa de Dios y respondiendo generosamente a sus gracias, fue modelando su vida, de acuerdo a la de Jesucristo.
“Vicente no nació santo sino que se hizo santo con la gracia de Dios”. Esto lo afirmamos con cierto orgullo, los hijos e hijas de Vicente, quizás porque así lo sentimos más humano y por tanto más cerca de nosotros.
A diferencia de Abelly y Collet, que siguiendo la línea clásica hagiográfica, presentan a Vicente ya desde su nacimiento con una aureola de santidad, los estudiosos recientes de Vicente, ven en su vida una ruptura, un cambio fundamental, una auténtica conversión.
Los padres de Vicente, Juan de Paúl y Beltrana de Moras, juzgaron a su hijo capacitado para hacer los estudios sacerdotales, viendo en esto más que una vocación, un oficio que asegurara el futuro de la familia. Al terminar sus estudios en Dax, y en Tolosa, Vicente, escala rápidamente las órdenes, y se “autollama al sacerdocio”, y asegura la ordenación sacerdotal (1660), acudiendo al anciano obispo de Périgueux.
Desde el día de su ordenación hasta 1623, en que rompe definitivamente los lazos que lo ataban a su familia, transcurren 23 años de sombras y de luces, llenos de ambiciones frustradas, pruebas inesperadas, luchas violentas, y experiencias enriquecedoras, que lo llevan a un encuentro con Jesucristo. Entre los veinte y cuarenta años experimenta una verdadera conversión.
Los biógrafos del santo, no dudan en hablar de los “pecados de juventud de Vicente”: se ordena sacerdote más para escalar un puesto en la sociedad, que para ejercer un ministerio desinteresadamente… se lo encuentra lleno de vanidad, curiosidad, ambición y hosquedad de carácter. El se acusa de estos pecados y ya convertido a Jesucristo, opondrá a tales vicios las virtudes contrarias, que forman el espíritu del discípulo de Jesucristo.
Siendo estudiante en Dax (1594-1596), sintió vergüenza de su padre cojo y mal trajeado (XI, 693). Se avergonzaba de ser el hijo de un aldeano. Las cartas de la cautividad (1605-1607) revelan a un Vicente aventurero, hambriento de novedades (1, 86). Quizás, el pecado más grave del joven Vicente es la ambición de bienes temporales, de dignidades y beneficios eclesiásticos. Quiere a toda costa, alcanzar un “honesto retiro” junto a sus familiares. A los treinta años, sólo quiere descansar centrado en su egoísmo, sin importarle la suerte de los demás. (I, 88)
Nombrado para el curato de Tilh, no se posesiona; viaja a Roma y esta visita deja en él huella (1601). Regresa a su patria y con la tenacidad de un buen gascón se dedica a la búsqueda de una buena posición. Obtuvo el bachillerato en teología (1604) y concibió un proyecto ambicioso: llegar a ser obispo.
Buscando el dinero que necesita, se ve envuelto en una novelesca aventura, y después de vender un caballo alquilado, Vicente sufre cautiverio; y ésta es sin duda una experiencia mar-cante en su vida, que lo aleja de sus propósitos ambiciosos y lo acerca ocasionalmente, al mundo de los pobres y explotados, que lo hace interiorizar su fe y practicar la oración y exteriorizar su amor a María. Pero esta dura experiencia de esclavitud, no le quita el deseo “arribista”, de escalar posiciones honrosas, como lo manifiesta en la famosa carta del 17 de febrero de 1610. 0, 88)
Y persiguiendo las nietas de ascenso que se ha propuesto, lo encontramos en Avignon (1605), y en Roma (1608) acompañando al vicelegado Pedro Montorio, esperando de él buenos beneficios…
El año de 1608, Vicente llega a París, que se convertirá en su ciudad. El campesino gascón está ahora en el centro del Reino de Francia y del mundo de aquel entonces. Quizás en París, logre los ascensos y beneficios que tanto ha perseguido, y que siempre se le han escapado. Sus ambiciones siguen vivas.
Vicente, experimenta el desempleo y la pobreza y es acusado de falsario y de ladrón por su compañero de vivienda (1, 230). Se encuentra, humanamente hablando, fracasado. Más bajo no podía haber llegado este joven sacerdote buscador de beneficios y fortunas. Y es allí, en ese estado “de cautiverio y de desierto”, donde Dios lo visita y le da fortaleza para soportar la calumnia, para no defenderse. “Dios sabe la verdad”. Vicente empieza a cambiar. Y a tener nuevos ojos, para ver la fatuidad que se vive en la corte de la reina Margarita; y su corazón empieza a acercarse a los pobres por medio de la limosna.
En un acto de generosidad, carga sobre sí con las dudas de fe de un teólogo terriblemente atormentado, y así entra Vicente en una noche oscura que se prolonga por dos o tres años (1612-1615). Ahora, experimenta Vicente la pobreza espiritual más radical, la condición de Jesús en la Cruz, la del abandono. Vicente visita a los enfermos del Hospital de la Caridad. La tentación se disipó. Dios lo va llevando a los pobres y los pobres lo llevarán a Dios (cf. Abelly, La vie du venerable serviteur de Dieu Vincent de Paul, III, 119).
Vicente aprende de Bérulle una perspectiva de fe que marcará definitivamente su vida. Descubre a un Jesucristo vivo, real, adorador del Padre y redentor de los hombres. Y el futuro “Vicente de los Pobres”, va poco a poco centrando su visión de Jesucristo en el “Evangelizador de los pobres”, el “misionero”, el “enviado del Padre”, el “Dios con nosotros”, Jesús de Nazaret, que comparte “la vida, las esperanzas y las angustias de su pueblo” (Puebla, nº 176).
Vicente influenciado por Benito de Canfield, enfatiza el cumplimiento de la voluntad de Dios. Pero entiende a Dios no como esencia pura e inaccesible, sino como el compañero de viaje, el que nos lleva de la mano, el que está a nuestra disposición como una fuente de agua fresca, el que nos sostiene con su fuerza, aquel a quien podemos llenar de alegría (1, 136; VIII, 81; X1, 37; 1V, 117). Por eso, él desea siempre hacer la voluntad de Dios, y está seguro de que ése es el camino fácil para la perfección y santidad. Seguir a Jesucristo, que siempre hizo la voluntad de su Padre, es estar en camino de perfección, por eso, Vicente se esfuerza por ser “cristiano” es decir estar impregnado de Cristo en toda su vida.
Andrés Duval, (1564-1638) sabio y sencillo profesor de la Sorbona, a quien Vicente comunica sus inquietudes apostólicas (1617), disipa sus dudas y lo encamina en la actividad misionera. Duval será para Vicente su mejor director y consejero.
Francisco de Sales con su visión optimista del hombre y la centralidad del amor, oxigena la espiritualidad de su tiempo, afirmando que la vida de perfección está abierta a todos, que la santidad consiste en la perfección del amor y que se construye, a base de cosas sencillas y pequeñas. No hay que buscar fenómenos místicos, ni hacer penitencias extraordinarias; en cambio, hay que practicar la indiferencia y la humildad, hay que ser sencillos y mansos, hay que trabajar con celo por la salvación de los pobres llevando la cruz de cada día; el amor debe ser afectivo y efectivo… Vicente vive esta espiritualidad, pero la encamina a sus fines apostólicos en beneficio de los pobres.
Recordemos que “la conversión es el punto de partida de todo camino espiritual. Ella implica una ruptura con la vida llevada hasta el momento; es la condición para entrar en el Reino:’Se ha cumplido el tiempo y está cerca el Reino de Dios, conviértanse y crean en el Evangelio’ (Mc. 1, 15). Pero supone también, y exigentemente, decidirse a emprender una nueva senda: Anda, vende lo que tienes…y después ven y sígueme’ (Lc. 18, 22)” (G. Gutiérrez, Beber en su propio pozo, CEP, Lima 1983, 144).
La conversión de Vicente, se arraiga en la experiencia de un encuentro con Jesucristo en el pobre. Es Dios quien da esta gracia a Vicente y lo pone a “caminar según el Espíritu” (Rom. 8, 4) en libertad y amor. Desde entonces, Vicente comprende que “ser seguidor de Jesús requiere caminar y comprometerse con el pueblo pobre; (pues) allí se da un encuentro con el Señor que se revela y se oculta, al mismo tiempo, en el rostro del pobre” (ib., cf. Mt 25, 31-46 y el hermoso comentario de Puebla n2 31-39).
La perfección aun en los santos, tiene sus límites y ellos continúan siendo pecadores, (Iglesia santa y pecadora) por eso, Vicente se humilla continuamente por sus pecados y confía en la misericordia amorosa del Padre. Vicente camina según el Espíritu, en seguimiento de Jesucristo, en un continuo proceso de conversión, obedeciendo en su vida la orden del Maestro: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre que está en el cielo.”(Mt. 5, 48) que Vicente lee a la luz de aquel otro mandato del Señor “Sed misericordiosos, como mi Padre es misericordioso” (Le 6, 36).
En 1612, en Clichy, experimenta el gozo de ser un verdadero pastor en medio de un pueblo “tan bueno y tan obediente” que “yo veía día a día el progreso de sus almas. Sentía con ello tal consuelo, estaba tan contento que me decía a mí mismo: “Dios mío, qué afortunado eres con tener un pueblo tan bueno”. Y me añadía: “Creo que ni el Papa será tan feliz como un párroco en medio de un pueblo de tan gran corazón “”(IX, 580).
Vicente ya no considera su sacerdocio como un ‘oficio lucrativo’, sino que se siente un verdadero pastor de un pueblo que valora, aprecia y ama, y al que trata de evangelizar, atendiéndolo corporal y espiritualmente, pues sabe que ese pueblo se muere de hambre y se condena. No hay lugar a la ociosidad, hay que vivir la fe dándola a los demás. Hay un cambio significativo en Vicente.
La felicidad encontrada en Clichy, dura solamente un año. Por consejo de Bérulle, Vicente va como preceptor y consejero de la familia Gondi. Se convierte en el director espiritual de Francis ca Margarita de Silly, y consejero de Felipe Manuel, a quien hace desistir de un duelo, postrándose a sus pies.
Durante la permanencia en casa de los Gondi, va Vicente a experimentar el giro fundamental de su vida.
Sabemos que en la vida de los santos hay momentos cruciales, que los marcan definitivamente. El año de 1617, es el ‘kairos’ de Vicente. Para entonces, él ya estaba encaminado en el seguimiento de Jesucristo. Era un hombre dispuesto a acoger la voluntad de Dios en su vida. Y esa voluntad de Dios, que Vicente siempre quiere hacer, se le manifiesta a través de los acontecimientos, de muchas personas, pero sobre todo, de los pobres.
En enero de ese año, acontece la confesión general del campesino moribundo de Gannes, que se sincera con la Señora de Gondi. Esta buena señora es el instrumento de Dios para que Vicente empiece la Misión, y por medio de este signo, Vicente vio claro que ya no podía encerrarse en el palacio de los Gondi, y que Dios lo llamaba a evangelizar a los pobres.
De nuevo es Bérulle quien le aconseja una parroquia campesina: Châtillon-les-Dombes, cerca de Lyon. La parroquia tenía seis sacerdotes que preferían las tabernas a la oración, y donde los calvinistas prosperaban. Vicente empieza su labor pastoral ayudando a los sacerdotes a salir de su mediocridad.
En Châtillon, la Providencia le mostraría nuevos caminos de amor y realización apostólica . El acontecimiento de Châtillon hace ver a Vicente que la predicación y la vivencia de los sacramentos (Gannes- Folleville), deben llevar a la caridad efectiva, al servicio amoroso y organizado del pobre. La fe se prueba con las obras. Allí, nacen las ‘Cofradías de la Caridad’, como grupos de base parroquiales para atender las necesidades de los enfermos y pobres, mediante una caridad organizada. La fe en Jesucristo se testimonia en el servicio efectivo al hermano que sufre.
De nuevo, Vicente está feliz y realizado en su ministerio sacerdotal con los pobres, en una parroquia campesina. Pero la familia Gondi no quiere perderlo y logran que Vicente se encargue de sus tierras para misionarlas. Vicente descubre la importancia de las misiones itinerantes, que llevan a la vida sacramental y al compromiso de caridad con los pobres.
El año de 1617, es considerado con justicia el año decisivo, en el cambio de Vicente. Ha descubierto la importancia de su sacerdocio como ministerio de la palabra, como celebración de los sacramentos, especialmente de la confesión y la eucaristía; y ha descubierto que la palabra y el sacramento deben prolongarse y vivificarse, en el amor efectivo y en el servicio concreto a los pobres, que se han convertido para Vicente en “sus amos y señores”.
Por muchos caminos, Dios ha llevado a Vicente a una verdadera “conversión”. Hay un cambio notable en su vida; ha cambiado de una fe y un sacerdocio centrados en sí mismo, a una vida de fe y un ministerio sacerdotal, volcado generosamente al servicio de los pobres, a quienes considera como sacramentos dolientes del mismo Jesucristo. Aprende a “dar” y sobre todo aprende a “darse”. “Démonos a Dios”, repite continuamente, pues para él la fe no es cuestión teórica, sino algo vital es “darse”, a fin de que la fe sea viva, pues “la fe actúa por la caridad” (Gal 5, 6).
De ahora en adelante, los pobres son para Vicente el lugar teológico de su fe: en ellos encuentra a Jesucristo, y en ellos, se encuentra la verdadera religión (X1, 120-121) . Vicente confiesa que ha sido evangelizado por los pobres, es decir, que son ellos los que le han mostrado con su vida el camino de la santidad, pues le han enseñado la fe verdadera y el verdadero evangelio de Jesucristo, pues “es entre ellos, entre esa pobre gente, donde se conserva la verdadera religión, la fe viva” (XI, 120). Vicente “convertido”, o mejor, en proceso continuo de conversión hasta su muerte, estará obsesionado por Jesucristo y los pobres, que para él son inseparables y se postulan mutuamente.
Vicente está en camino de santidad, de perfección, siendo un buen instrumento de la bondad de Dios para con los necesitados. Vicente se santifica evangelizando, trabajando en favor de los pobres.
Acontecimientos vividos en Magon, Marchais, Montmirail, lo van afianzando en el servicio a los pobres. Vicente ha profundizado su vida de oración y dedica a ella buen tiempo de su jornada. Él lo ha experimentado y así lo enseña a los suyos: que un hombre de oración es capaz de todo. La oración y su vida de intimidad con Dios será el secreto de su prodigiosa actividad caritativa. Oración y celo, estrechamente unidos, hacen de Vicente un “contemplativo en la acción”. Un santo en la caridad y un santo de la caridad.
Vicente se vale de la oración para cambiar su carácter. Las observaciones que al respecto le había hecho la señora de Gondi eran verdaderas. Hace retiro en Valprofonde y luego en Soissons. En la cartuja, confió a un maduro y santo monje sus propias dificultades en el trato con las mujeres (II, 90). En Soissons, Vicente se examinó sobre su carácter sombrío, duro y agresivo. Estos dos retiros le ayudaron en su proceso de conversión y a profundizar el sentido de su sacerdocio y la dimensión evangélica del servicio al prójimo, especialmente al más necesitado.
Con ocasión de una visita a los suyos, Vicente supera una tentación que lo obsesionó en su juventud, el dedicarse al servicio de su familia. Logra con dolor de su corazón desprenderse de ellos, y dejarlos en las manos de la Providencia, para dedicarse totalmente al servicio de su nueva familia, los pobres que ya son “su peso y su dolor”.
El Sr. Obispo de Beauvais, es también instrumento de Dios, y hace ver a Vicente un nuevo y muy necesario servicio a la Iglesia. También, el clero está abandonado, es ignorante y vicioso, no tiene celo apostólico. Vicente, con la gracia de Dios, ha descubierto el sentido y grandeza del ministerio sacerdotal y quiere que sus hermanos sacerdotes “sean santos y sabios” y por esto, emprende la obra de los ejercicios a los ordenandos y la de las conferencias de los martes. La santidad de Vicente es una santidad sacerdotal, quiere vivir su bautismo, esforzándose por ser un buen sacerdote y ayudando también a que la Iglesia que tanto amaba, tenga buenos pastores que se santifiquen evangelizando a los pobres, como lo está haciendo él con sus misioneros.
El camino de perfección por el que Dios lo ha llevado, Vicente lo recorre con los laicos (las Cofradías de la Caridad), especialmente con los pobres; con los sacerdotes de la Misión, que deben tener como primer fin en su vida, “buscar la propia perfección”. Vicente se santifica y busca la perfección del amor en el servicio concreto de los pobres, pues “la mística vicenciana no separa el seguimiento de Jesús del compromiso de los pobres: la entrega a Dios y la evangelización son acciones simultáneas; la una provoca la otra, y ambas constituyen la experiencia religiosa vicenciana.” (A. Orcajo, El seguimiento de Jesús según san Vicente de Paúl, Caracas 1988, 56)
Ésta es la santidad que comparte y comunica a su gran colaboradora Luisa de Marillac, y a todas aquellas admirables y generosas mujeres, que teniendo las virtudes de las “buenas aldeanas” consagran su vida a ser “siervas de los pobres”, y a quienes el pueblo hace justicia al llamarlas “Hijas de la Caridad”, y que serán con la Señorita Le Gras a la cabeza, el sacramento de la misericordia y ternura de Dios entre los miserables y abandonados que pululan en el “siglo de oro de Francia”…
Vicente logró la coherencia de su vida, uniendo la contemplación y la acción, la misión y la caridad, y por eso, es verdaderamente “un místico de la acción”, un “contemplativo en la liberación”, pues logró hacer la síntesis “de la oración en la acción, dentro de la acción y con la acción…vivenciando un encuentro con Dios en el encuentro con los hermanos”(L. Boff, De la espiritualidad de la liberación a la práctica de la liberación, en Espiritualidad y liberación en América Latina, DEI, S. José de Costa Rica, pg. 52). Vicente logró esta gran síntesis vital y concreta que constituye el secreto de su santidad, pues al mismo Dios de la oración y de la Eucaristía, lo encuentra y lo sirve en el hermano menesteroso. La fe de Vicente es viva y verdadera y le permite ver sacra-mentalmente la realidad que lo rodea, en la que encuentra huellas de Dios por todas partes. La fe de Vicente se hace amor, se hace misericordia, se hace justicia.
Si es cierto que el único criterio para medir y juzgar la perfección cristiana es el amor, la caridad (1 Cor, 13), debemos decir que Vicente de Paúl fue realmente un gran santo, y que llegó en su vida a una gran perfección. Vicente experimenta que el amor no es una dimensión más de la vida, sino que para el que quiere seguir a Jesucristo, es lo esencial, lo único necesario, lo que fundamenta todo lo demás. Cristiano es el que ama, el que cree en el amor, el que es testigo del amor.”El amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu que se nos ha dado.” (Rom. 5, 5). Vicente se siente amado por Dios y esto lo obliga a amar a sus hermanos los pobres. Dios lo ama para que él ame a los que nadie ama. La perfección consiste en el amor y sólo en el amor, pues en él se resume la ley y los profetas.
Vicente avanzó en el camino de la perfección, porque vivió el amor, la caridad, porque no se contentó con un amor platónico y metafísico hacia un Dios filosófico, sino que amó a un Dios-Amor, que se hizo hombre por amor, y que pide a sus seguidores que se dediquen al amor, que se amen, se perdonen, se apoyen solidariamente como hermanos. La santidad, la perfección consiste en aprender a amar y vivir en el amor, en dedicarse totalmente a un Dios que es amor. Lo que distingue a todo cristiano es el amor. El que ama se compromete con la causa de Jesús. Vicente vivió la perfección porque con la fuerza del Espíritu, fue un hombre que amó mucho.
Vicente entendió (y vivió), que el mandato de Jesús “sed perfectos” (Mt. 5, 48), es sinónimo de aquel otro: “sed misericordiosos, como su Padre es misericordioso” (Lc. 6, 36) y que en definitiva lo que hay que hacer para ser santo y perfecto es cumplir el mandamiento nuevo del amor, que incluye hasta el amor a los enemigos… (Mt. 5, 43-48). El amor de Vicente fue un amor tierno y cordial, verdaderamente humano y compasivo, pero al mismo tiempo un amor efectivo y organizado. Vicente es realmente un “gigante de la caridad”, que refleja el rostro compasivo y misericordioso de Jesús con los pobres. Por eso, se siente feliz de vivir “en estado de caridad, ya que vivimos continuamente ocupados en la práctica real del amor o en disposición de ello” (XI, 564) pues “la caridad con el prójimo es una señal infalible de los verdaderos hijos de Dios” (X, 574).
“¡Oh Salvador! ¡Qué feliz soy por estar en un estado de amor al prójimo…!” (XI, 564)
La “doctrina” de Vicente es su “experiencia”, es su ejemplo, es su testimonio, que comparte con los suyos de una manera sencilla y familiar, en sus cartas, en sus conferencias, en sus repeticiones de oración. Hay que tener esto presente, para poder entender la segunda parte de este trabajo.
En 1655, Vicente, hablando desde “su fe y su experiencia”, dice claramente a sus misioneros: “La perfección no consiste en éxtasis, sino en cumplir bien la voluntad de Dios. ¿Qué es la perfección? Me parece que quiere decir una cosa a la que no falta nada; pues bien, qué hombre tiene la perfección hasta el punto de que no le falte nada, si ningún hombre es perfecto y hasta el justo peca siete veces al día?…. El Hijo de Dios hecho hombre tenía la perfección…No le faltaba nada; era perfectísimo en todo” (XI, 211).
Para algunos contemporáneos y amigos de Vicente, influenciados por la mística de la escuela francesa, de tipo marcadamente intelectual y abstracto, “la experiencia mística comenzaba en el noviciado e iba rodeada de fenómenos extraordinarios, transraciona les y transdialécticos. En Vicente, no hubo teopatía alguna, ningún fenómeno insólito… no es favorecido con camino alguno extraordinario” (G. Coluccia, Espiritualidad vicenciana, espiritualidad de la acción, CEME, Salamanca 1979, 70). Excluir a Vicente de esta mística es apenas lógico, pues él vive su fe en situación, según el espíritu de la Encarnación. Vicente no vive de éxtasis metafísicos, sino que se extasía amando a Jesucristo en la persona de los pobres.
La desfiguración del cristianismo y de lo que se llama comúnmente “vida espiritual”, presenta la santidad y la perfección como algo “raro”, del otro mundo, que está reservada a unos pocos privilegiados. Según esa concepción falsa de la santidad, el santo debe tener éxtasis, arrebatos, y no puede ser una persona normal, común y corriente…. Vicente, de origen campesino, y que constata que la verdadera religión está en los pobres, y en las buenas aldeanas, y que siguiendo a Francisco Sales, está convencido de que todos están llamados a la santidad y perfección, reacciona contra esta teoría, y corta por lo sano afirmando que la “perfección no consiste en éxtasis, sino en cumplir bien la voluntad de Dios”. Es esforzarse por vivir “a la manera de Jesucristo”, bajo la acción del Espíritu Santo. Por eso, se ha podido afirmar con toda verdad hablando de la “escuela vicenciana”, que: “La espiritualidad vicenciana es el éxtasis de la vida y de las obras, donde para nada cuentan los fenómenos extraordinarios del misticismo, y sí la paciencia del amor, probado una y otra vez en el compromiso con el hombre, que es compromiso con Dios” (Co1 uccia, o. c. 301).
“¡Qué poco se necesita para ser santa; basta hacer en todo la voluntad de Dios!” (II, 34). Así escribe Vicente de Paúl a Luisa de Marillac, que ha buscado en diversas “espiritualidades”, ser santa.
Vicente, después de su “conversión”, sólo quiso hacer la adorable voluntad de Dios. Y esto es lo que enseña a sus seguidores, sean laicos o misioneros o Hijas de la Caridad.
“¿Quién será el más perfecto de entre los hombres?”, se pregunta Vicente y responde con seguridad: “Será aquel, cuya voluntad sea más conforme con la de Dios, de forma que la perfección consiste en unir nuestra voluntad con la de Dios hasta el punto de que la suya y la nuestra no sean, propiamente hablando, más que un mismo querer y no querer”(XI, 212).
Hacer la voluntad de Dios, es tomar la cruz en seguimiento de Jesús: “Pues ¿qué es lo que dijo nuestro Señor a aquel hombre del evangelio al que quería enseñar el medio de llegar a la perfección? “Si quieres venir detrás de mí, le dijo, renuncia a ti mismo, toma tu cruz y sígueme”. Pues bien, ¿quién renuncia más a sí mismo que el que no hace nunca su voluntad, sino que hace siempre la de Dios?… os pregunto: ¿quién es el que se une más a Dios que el que no hace nunca más que la voluntad del mismo Dios, y nunca la suya propia, y no quiere ni desea otra cosa más que lo que Dios quiere o no quiere? Decidme, por favor, padres y hermanos míos, si sabéis de alguien que se adhiera más a Dios y, por tanto, esté más unido a Dios que éste”(XI, 212).
Para Vicente, es claro que “cumplir bien la voluntad de Dios”, es un medio universal, rápido, fácil, seguro y menos expuesto a engaño, para alcanzar pronto la perfección personal y comunitaria.
Para Abelly, “esta conformidad con la voluntad de Dios era la propia y principal y como la virtud general de este hombre santo, ejerciendo su influencia sobre todas las demás: era como resorte que hacía obrar todas las facultades de su alma y todos los órganos de su cuerpo; era el móvil principal de todos sus ejercicios de piedad, de todas las prácticas más santas y, en general, de todas sus acciones” (Abelly, III, c. V, 32).
La práctica de la voluntad de Dios, como medio de perfección, está inclusive por encima de la práctica de la presencia de Dios. “¿No es acaso un ejercicio continuo de la presencia de Dios el cumplimiento fiel de su santa voluntad?” (Xl, 2131.
El cumplimiento fiel de las propias obligaciones, aun de las más pequeñas y comunes, sobre todo si así se cumple con lo prescrito en las Reglas o Constituciones, es cumplir la voluntad de Dios. “Venir a la oración, es hacer la voluntad de Dios y obedecer a la regla que lo ordena; ir al examen, es cumplir la voluntad de Dios; hasta el comer y cenar y el dormir en el tiempo que la regla lo manda, todo esto es cumplir la voluntad de Dios… Si, hermanos míos, podéis ser tan agradables a Dios trabajando en vuestras tareas de cocina o de despensa como nosotros los sacerdotes predicando y enseñando el catecismo; vosotros hacéis lo que hizo nuestro Señor durante treinta años y nosotros hacemos lo que hizo durante tres años solamente. ¡Quiera Dios darnos la gracia de adquirir esta santa práctica!” (XI, 213; cf. XI, 384-385). “En una palabra, ¿dónde está nuestra perfección? Está en hacer bien todas nuestras acciones: 1º como hombres racionales, tratando bien al prójimo y siendo justos con él; 2º como cristianos, practicando las virtudes de que nos ha dado ejemplo nuestro Señor; y finalmente, como misioneros, realizando bien las obras que él hizo y con su mismo espíritu, en la medida que lo permita nuestra debilidad, que también conoce Dios. A eso es a lo que hay que tender” (XI, 385).
Vicente tiene bien claro que la perfección, la santidad, se realiza en la cotidianidad de la vida, haciendo bien todo lo que se hace, ya que no basta hacer el bien sino que es necesario hacerlo bien. Cuando se trata de caminar en la perfección, Vicente presenta en primer lugar el nivel humano. Todo hombre, si sigue la ley de la racionalidad, debe tener buenas relaciones con el prójimo y practicar la justicia. Es la dimensión solidaria de toda vida humana, y la vocación universal a la salvación (LO 016). En segundo lugar, el hombre cristiano debe orientar su vida según Jesucristo, teniendo presentes las virtudes que practicó el Señor. Y al hombre cristiano “misionero”, se le exige mucho más, porque la vocación del misionero, según Vicente, es continuar el trabajo de Jesús, el evangelizador de los pobres…
El Concilio presenta la perfección, la santidad dentro de la eclesiología. La reflexión posconciliar prefiere poner a Jesucristo corno la referencia esencial de toda vida cristiana y por tanto, también de la santidad y perfección. Jesucristo, el Santo de Dios, es el Camino que hay que seguir para llegar al Padre.
Si esto es verdad, es obvio que la cristología, condiciona la vida espiritual, la vida cristiana. “Dime cuál es tu Cristo y te diré que tipo de santidad estás viviendo”. Creo que ahí está el secreto de la santidad de Vicente. El, apartándose de la cristología desencarnada de su tiempo, se relaciona con un Jesús encarnado, el Jesús histórico, el hijo de María, el carpintero de Nazaret, compañero de trabajo de José, el predicador de Galilea, el misionero del Padre, el Jesús pobre, evangelizador de los pobres, que privilegia para su Reino a los pequeños, el buen samaritano que pasó curando a los enfermos y alimentando a los hambrientos, que busca la oveja perdida, que perdona a los pecadores y fustiga a los hipócritas y explotadores.
Además. Vicente ve que Jesús no trabajó solo, sino que se ocupó en formar a sus apóstoles y discípulos y los envió a anunciar su Reino. Ese Jesús es el crucificado, es el Ungido, es el Mesías, es el Resucitado…
Jesucristo hizo siempre en su vida, la Voluntad del Padre (Lc 2, 49; 22, 42; Jn 4, 34; Mt 6, 10). El que obra a la manera de Jesucristo, está haciendo la Voluntad de Dios. Por eso, para Vicente, Jesucristo es la clave de la perfección.
“¡Oh Salvador! ¡Qué negocio tan importante éste de revestirse del espíritu de Jesucristo! Quiere esto decir que, para perfeccionarnos y atender útilmente a los pueblos y para servir a los eclesiásticos, hemos de esforzarnos en imitar la perfección de Jesucristo y procurar llegar a ella. Esto significa también que nosotros no podemos nada por nosotros mismos… Nuestra Compañía ha apreciado las máximas cristianas y ha deseado revestirse del espíritu del Evangelio para vivir y obrar como vivió nuestro Señor y hacer que su espíritu se muestre en toda la Compañía y en cada uno de sus misioneros, en todas sus obras en general y en cada una en particular” (X1, 410-411).
Y escribiendo a Antonio Durand, le dice: “No, Padre, ni la filosofía, ni la teología, ni los discursos logran nada en las almas si Jesucristo no trabaja con nosotros y nosotros con El; que obremos en Él y Él en nosotros; que hablemos como El y con su espíritu… Por consiguiente, Padre, debe vaciarse de sí mismo para revestirse de Jesucristo…” (XI, 236).
De Jesús, se afirma que “todo lo hizo bien” y Él es la perfección y el Santo de Dios. El discípulo de Jesús debe esforzarse por “hacer todo bien”, Ilenándose del “espíritu de Jesucristo”.
La primera razón que Vicente encuentra para trabajar en la perfección es “que Nuestro Señor, desde el instante de su nacimiento, trabajó y padeció incesantemente por hacerse agradable a su divino Padre y útil a la iglesia.”…”Se dijo de
Él que iba creciendo y perfeccionándose en virtud, delante de Dios y de los hombres. Mis queridas hermanas, el Hijo de Dios, un Dios, que desde el instante de su encarnación estuvo lleno de gracia, incluso en cuanto hombre, no se contentó con eso, sino que trabajó toda su vida por perfeccionarse cada vez más.” “…todos lo veían progresar en virtud, de manera que cada día notaban en Él más perfección que el anterior.”…”como Él es el ejemplo de vuestra Compañía, tenéis que trabajar continuamente en perfeccionaros, a imitación suya.”… “Nosotros hemos de hacer lo mismo: caminar siempre de virtud en virtud y trabajar cada vez mejor en nuestra propia perfección sin decir nunca basta” (IX, 844).
“El propósito de la Compañía es imitara nuestro Señor, en la medida en que pueden hacerlo unas personas pobres y ruines…. Por tanto, si nos hemos propuesto hacernos semejantes a este divino modelo y sentimos en nuestros corazones este deseo y esta santa afición, es menester procurar conformar nuestros pensamientos, nuestras obras y nuestras intenciones a las suyas. Él es no solamente el Deus virtutum, sino que ha venido a practicar todas las virtudes; y como todas sus acciones y no acciones eran otras tantas virtudes, nosotros hemos de conformarnos con ellas procurando ser hombres de virtud, no sólo en nuestro interior, sino obrando externamente por virtud, de modo que todo lo que hagamos y no hagamos se acomode a este principio” (XI, 383).
Vicente insiste en que para ser perfectos hay que practicar las virtudes que el Hijo de Dios practicó. “Trabajar por la adquisición de las virtudes es trabajar por hacerse agradable a Dios” (XI, 384) “Estad seguros de que, si el Dios de las virtudes os ha escogido para practicarlas, vosotros vivís por él y su reino está en vosotros” (XI, 432) “Preocupémonos de que Dios reine en nosotros y en los demás por medio de las virtudes” (XI, 436)
Por eso para Vicente, el misionero de los pobres, “una virtud es activa y, si no actúa, no es virtud” (XI, 532) Las virtudes deben ayudar a cumplir el fin apostólico del cristiano, de la Hija de la Caridad, del misionero.
“Las cinco (tres) virtudes constituyen, pues, un programa de vida espiritual para la acción apostólica. No se quedan sólo en lo íntimo del espíritu, sino que se ejercen ante todo en el contacto con el prójimo. La sencillez en el actuar; la humildad en el encuentro con los otros, sobre todo en el ver a los pobres como “nuestros amos”; la mortificación que lleva consigo la renuncia a uno mismo y a la propia comodidad a fin de suscitar un servicio más generoso; la mansedumbre como estilo de acercamiento y de trato; el celo como llama que manifiesta y alimenta el fuego del amor de Dios que debe expresarse en todo nuestro ser” (V. de Dios, o. c. 264-265).
Vicente llegó a practicar todas las virtudes que pide a los suyos, pero sin duda, sobresalió por su gran celo apostólico y su gran humildad. Son virtudes características de Vicente.
La perfección, que Vicente señala en primer término, como la finalidad de la Congregación de la Misión, se realiza en el servicio apostólico de la evangelización a los pobres y a los eclesiásticos. Por eso, estas virtudes son “misioneras”, están en función del Reino, de la evangelización que necesita de apóstoles celosos, que sean humildes, sencillos, mansos y mortificados. “Tendremos muy en cuenta que, aunque siempre debemos estar revestidos de las virtudes que forman el espíritu de la Misión, hay que pertrecharse de ellas sobre todo cuando llega la hora de ejercer nuestros ministerios. Hay que verlas entonces como las cinco limpidísimas piedras de David con las que venceremos en el nombre del Señor y de un solo golpe al infernal Goliat, y someteremos al servicio de Dios a los filisteos, es decir a los pecadores” (RC. CM, XII, 12).
Es fácil ver en esta comparación el carácter dinámico que para Vicente deben tener las virtudes del evangelizador de los pobres. Sin ellas el misionero esta muerto. (cf. XI, 400; IX, 1176)
Vicente hizo del evangelio la regla de su vida, y en él, encontró orientaciones, que ahora se redescubren gracias al Vaticano II. Así para él, es claro que el evangelio es para todos los cristianos y que por lo tanto todos están obligados a ser perfectos, y no con cualquier perfección sino con la del Padre eterno. “En cuanto a lo primero (trabajar en la propia perfección), estamos todos invitados a ello por el evangelio, donde los sacerdotes y todos los cristianos tienen una regla de perfección, no ya de una perfección cualquiera, sino de una semejante a la del Padre eterno. ¡Qué mandato tan maravilloso del Hijo de Dios “Sed perfectos, nos dice, como vuestro Padre celestial es perfecto”. Esto apunta muy alto. ¿Quién podrá llegar allá? ¡Ser perfectos como el Padre eterno! Sin embargo, ésa es la medida” (X1, 384) .
El Concilio Vaticano II, afirma claramente que la santidad, la perfección, no es monopolio de una categoría dentro de la Iglesia, sino que es una vocación universal: “Es pues, completamente claro que todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, y esta santidad suscita un nivel de vida más humano incluso en la sociedad terrena”(LG ng 40; cf. 39 y 41).
La perfección en el plan de Dios y según sus designios, es para todos, “pero como no todos los cristianos se esfuerzan en ello, Dios, por cier ta providencia, que los hombres deben admirar, al ver esta negligencia de la mayoría, suscita a algunos para que se entreguen a su divina Majestad y procuren, con su gracia, perfeccionarse ellos mismos y perfeccionar a los demás” (XI, 384). “… Y puesto que la humilde congregación de la Misión desea imitar, mediante la divina gracia al mismo Jesucristo, nuestro Señor, según sus posibilidades… Por eso, su finalidad consiste: IQ. en trabajar en su propia perfección, haciendo todo lo posible por practicar las virtudes que este soberano Maestro se ha dignado enseñarnos de palabra y de obra; 29 en predicar el evangelio a los pobres, especialmente a los del campo; 32 en ayudar a los eclesiásticos a adquirir la ciencia y las virtudes necesarias a su estado” (RC. CM, 1, 1). “Nuestra finalidad, por consiguiente, es trabajar en nuestra perfección, evangelizar a los pobres y enseñar la ciencia y las virtudes propias de los eclesiásticos” (XI, 383s) “7Q procuran con todas sus fuerzas revestirse del espíritu del mismo Cristo (RC. CM, I, 3), para adquirir la perfección correspondiente a su vocación” (RC. CM, XII, 13).
En tiempo de San Vicente, se decía que los obispos y religiosos estaban en “estado de perfección”. Vicente no quiso que sus misioneros ni las Hijas de la Caridad fueran religiosos, pero sí que tuvieran tanta santidad o más que los mismos religiosos. Vicente aclara que no es lo mismo “estar en estado de perfección, que ser perfecto” (XI, 212; cf. 640s).
“Quien dice religiosa dice enclaustrada. Y las Hijas de la Caridad deben andar por todos lados…. De ahí, que importe mucho ser más virtuosas que las religiosas. Y si las personas religiosas tienen un grado de perfección, las Hijas de la Caridad han de tener dos, pues corréis el riesgo de perderos, si no sois virtuosas” (IX, 1176).
La perfección “vicenciana”, es una perfección “apostólica”, que se exige no sólo a los misioneros, sino también a las Hijas de la Caridad y a los laicos de las Cofradías, pues se trata de honrar a Jesucristo, trabajando en favor de los pobres. “Así pues, hermanos míos, conviene que trabajemos incesantemente por la perfección y por hacer bien nuestras acciones, para que sean agradables a Dios, y de esta manera podamos ser dignos de ayudar a los demás” (XI, 386).
La perfección “vicenciana”, es una perfección “apostólica”, pues se trata de honrar a Jesucristo, sirviendo a los pobres, pues el servicio a ellos “es la medida privilegiada, aunque no excluyente, de nuestro seguimiento de Cristo” (Puebla nº 1145). Vicente se santificó trabajando por los pobres. El vivió verdaderamente el “evangelio del trabajo” (L. E. 26). Para él, la perfección es el amor y éste necesariamente tiene una dimensión apostólica. “Es cierto que yo he sido enviado, no solo para amar a Dios, sino para hacerlo amar. No me basta con amar a Dios, si no lo ama mi prójimo” (XI, 553).
La perfección, como el amor “vicenciano”, tiene que ser efectiva, es decir tiene que traducirse en obras de misericordia y servicio concreto a los pobres.
Ya hemos hablado de la coherencia y unidad de vida de Vicente. Es cierto que, deudor de la visión de su tiempo, cuando teoriza, hace ciertas distinciones, y así, habla por ejemplo de “preferir las cosas temporales a las espirituales . .” Pero a nivel práctico, Vicente vive las cosas espirituales en las temporales, llegando a aquéllas a través de éstas. Es la espiritualidad de la acción, la espiritualidad del trabajo (L. E. Elementos para una espiritualidad del trabajo). Vicente exige una vida coherente al evangelizador, que debe practicar el amor, la caridad “pues la caridad, como vínculo de perfección y plenitud de la ley (cf. Col 3, 14;Rom 3, 10) rige todos los medios de santificación, los informa y los conduce a su fin. De ahí, que la caridad para con Dios y para con el prójimo sea el distintivo del verdadero discípulo de Cristo” (LG n” 42).
La “santidad del misionero” es eminentemente pascual, está centrada en el misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo.
La santidad es gracia de Dios, pero también es respuesta del hombre. Para Vicente, Dios como un artista va modelando su obra: “Una pobre Hija de la Caridad o un misionero, antes de que Dios los saque del mundo, son como unos bloques de piedra, bastos y sin labrar; pero Dios quiere hacer de ellos una hermosa imagen, y por eso, pone su mano encima y golpea encima con grandes martillazos…. esos golpes no son más que para formar esa hermosa imagen… Cuando Dios ha decidido perfeccionar un alma, permite que se vea tentada contra su vocación y que a veces esté dispuesta a dejarlo todo. Luego, como un escultor, toma el cincel y empieza a hacer los rasgos de aquel rostro; la pule y embellece, se complace en enriquecerla con sus gracias y no ceja hasta que la ha hecho totalmente agradable a sus ojos” (IX, 795-796).
Para Vicente, es claro que Dios va modelando en sus elegidos la imagen de su Hijo, a través de la cruz de cada día. .
Cuando no se tiene el espíritu de mortificación y no se observan las reglas, entonces, se “vive con espíritu libertino” y esto impide trabajar mejor en la propia perfección… “¡Qué gran impedimento cuando uno ha caído en ese estado! ¡No preocuparse de avanzar en el camino de la virtud y no tener en cuenta los medios apropiados para ello!… Así pues, hay que ser fieles en las cosas pequeñas para no caer en las grandes” (IX, 851 ss).
San Vicente, hablando de las máximas evangélicas, se pregunta “¿Qué es la santidad?” y responde lo siguiente: “Es el desprendimiento y la separación de las cosas de la tierra, y al mismo tiempo el amor a Dios y la unión con su divina voluntad. En esto, me parece a, mí que consiste la santidad…. Por eso, decir que una persona se mantiene en la observancia de las máximas evangélicas es decir que está en la santidad; decir que una persona las practica es decir que tiene santidad, porque la santidad, como acabamos de decir, consiste en el rompimiento del afecto a las cosas terrenas y en la unión con Dios. . . Las personas que las practican, ¿qué es lo que hacen? Se apartan de tres poderosos enemigos: la pasión de tener bienes, de tener placeres y de tener libertad… los que se alejan del afecto a los bienes de la tierra, del ansia de placeres y de su propia voluntad, se convierten en hijos de Dios y gozan de una perfecta libertad, porque la libertad sólo se encuentra en el amor de Dios. Esas personas, hermanos míos, son libres, carecen de leyes, vuelan libres por doquier, sin poder detenerse, sin ser nunca del demonio ni de sus placeres, ¡Bendita libertad la de los hijos de Dios!” (XI, 584-585).
Para Vicente, la santidad y la perfección tienen una dimensión pascual, en la dialéctica de muerte y vida. Se trata de morir a las cosas del mundo, a los ídolos del tener y del placer, y al abuso de la libertad, para vivir como hijos de Dios, que crean fraternidad. El misionero “debe vaciarse de sí mismo para revestirse de Jesucristo” (XI, 236), y esto en el pensamiento paulino indica una invasión profunda del Espíritu, que lleva a tener los mismos sentimientos que Cristo Jesús. Es el “despojaos del hombre viejo y vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en la . justicia y santidad de la verdad” (Ef 4, 22-24; Rm 13, 12; 2Cor 5, 17).
Vicente une libertad y amor, porque la perfección y la santidad sólo se dan en personas que hagan del amor el centro de su vida, y que sepan poner su libertad al servicio del hermano. El verdadero amor tiene que ser libre y la verdadera libertad se da entre personas que se aman.
Hoy los maestros de la espiritualidad presentan la santidad, la perfección, como un camino. Vicente ya lo entendía así. Él mismo recorrió “su camino” guiado por el Espíritu, hasta encontrar a Jesucristo y hacerlo “su todo”, y es entonces cuando “el pobre” entra también a formar parte de su misma vida.
La perfección para él, es un camino que hay que recorrer constantemente y con seguridad, un proceso en el que hay que avanzar todos los días. Ese camino puede convertirse en “via crucis”, con caídas y desesperanzas, pero allí está Jesús para dar la mano y hacer crecer en el amor, y decir “levántate y anda”… “hay que caminar siempre adelante” ¡plus ultra! “Los hijos de Nuestro Señor caminan tranquilamente por sus caminos, tienen confianza en él; cuando caen, él los levanta, y si en vez de pararse para refunfuñar contra la piedra en que han tropezado, se humillan en su caída, él los hace avanzar a grandes pasos en su amor” (71).
Para progresar “en el camino de la perfección”, se necesita también crecer en el amor a la humillación (RC. CM, X, 14). “¡Cuán felices somos al encontrarnos en el camino de la perfección! Salvador, danos la gracia de caminar directamente y sin descanso en ella!” (XI, 385).
Cuando las Hijas de la Caridad son fieles a sus prácticas de devoción, son verdaderas hijas de Nuestro Señor, y esto “es hacerse dignas de su amor y caminar con seguridad hacia la perfección” (IV, 159).
Citando a San Bernardo, Vicente dice a sus hijas: “En los caminos de Dios, no avanzar y permanecer siempre en el mismo estado, es retroceder” (IX, 844s). “Hay que caminar siempre hacia adelante ¡plus ultra! Y si por la mañana estamos a seis grados, que a medio día estemos a siete, haciendo que nuestras acciones sean tan perfectas como sea posible” (XI, 384). “Acuérdese siempre de que en la vida espiritual no se tiene muy en cuenta los comienzos, lo que importa es el progreso y el final. Judas empezó bien, pero acabó mal. La perfección consiste en la perseverancia invariable por adquirir las virtudes y progresar en ellas, ya que en el camino de Dios el no avanzar es retroceder, pues el hombre no puede nunca permanecer en el mismo estado y los predestinados, según el Espíritu Santo, “ibunt de virtute in virtute”(II, 107).
Buscar la perfección es caminar en seguimiento del “Camino” para encontrar la “Verdad” y tener la”Vida”. Es estar haciendo la voluntad de Dios, es trabajar en vaciarse de sí mismo para llenarse de Dios, es vivir la santidad cristiana. Vicente es un “caminante” de la historia, es alguien que vive cada día su fe y su amor a Dios en el servicio amoroso de los pobres.
“Ser caminante” en búsqueda de la perfección, es para Vicente una obligación apremiante: “Hemos de tener mucho cuidado en no perder ninguna ocasión de perfeccionarnos… Por eso,… es preciso que trabajéis con plena conciencia en aprovechar los medios de perfeccionaros… tenéis que superar todas las dificultades que se opondrían a las ocasiones de haceros perfectas Hijas de la Caridad” (IX, 44).
Entre los medios que Vicente recomienda para alcanzar la perfección, podemos recordar: “…el medio para crecer y perfeccionarse en el amor a Dios consiste en estar sometida a Dios y a los superiores… sometida a Dios. ¡qué medio tan excelente para crecer en su amor!… me someto a todo lo que Él quiera de mí. Hijas mías ¡qué bella y excelente es esta práctica del amor de Dios!” (1X, 427).
En las Reglas Comunes, a los misioneros, Vicente recomienda las prácticas espirituales como medios que llevan a la perfección (RC. CM, X, 1). El Nuevo Testamento debe ser venerado como el libro de la regla de la perfección cristiana (RC. CM, X, 9). Sin la dirección espiritual, es muy difícil que se llegue a la perfección requerida (RC. CM, X, 12). Las conferencias espirituales de cada semana tratarán de “la práctica de hacer la voluntad de Dios, de la unión fraterna, del celo por la perfección propia…” (RC. CM, XI, 12). Hay que mirar las Reglas o Constituciones como medios que Dios nos ha dado para adquirir la perfección propia de nuestra vocación.
Recomienda como medios muy eficaces los sacramentos, especialmente la comunión (IX, 228). La mortificación como “base y regla de perfección”(IX, 695); “hacer bien todo lo que están obligadas a hacer” es para las Hijas de la caridad “la clave del edificio espiritual” (IX, 802).
También, la perseverancia en la vocación es un medio importante: “Si supieseis la obligación que tenéis de perfeccionaros y qué desgra
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