Espiritualidad Vicentina




Introducción

“Sed perfectos como es perfecto vuestro Pa­dre que está en el cielo” (Mt 5, 48)1

“Perfección y santidad” son conceptos que in­dican la misma realidad, de una vida totalmente entregada a amar a Dios y a amar al prójimo, si­guiendo a Jesucristo que siempre hizo la volun­tad de su Padre, guiado por el Espíritu. Creo que San Vicente emplea indistintamente las palabras “perfección y santidad”. Y en él, el seguimien­to de Jesucristo y el cumplimiento de la volun­tad de Dios, están necesariamente unidos a la perfección y santidad.

“Perfección” -perfectio- en su sentido eti­mológico, indica una acción acabada, hecha com­pletamente. “Perfecto” y “bueno”, según la Bi­blia y los escritos del judaísmo contemporáneo, en su acepción moral, son sinónimos y significan ambos la fidelidad a la voluntad divina (R. Orte­ga, La vida de perfección cristiana, en Vicente de Paúl, evangelizador de los pobres, CEME, Sala­manca 1973, 238.).

En Vicente de Paúl, no encontramos un teó­rico y especulativo de la espiritualidad, de la san­tidad, de la perfección, sino que él, siguiendo a su Maestro Jesús, siempre empezó a “hacer” y luego a “enseñar” (RC. CM, 1, 1). Lo que él escri­be de la “perfección” o de la “santidad”, es el testimonio de su vida. Vicente trabajó siempre para conformar su vida con el querer y no querer de Dios, buscando su propia perfección en el tra­bajo evangelizador de los pobres y en la forma­ción de santos y sabios sacerdotes.

Aquello de “amemos a Dios, hermanos míos, amemos a Dios, pero que sea a costa de nues­tros brazos, que sea con el sudor de nuestra fren­te” (XI, 733), no es una frase bonita de Vicente, sino que resume su vida de esfuerzo y trabajo pa­ra “hacer efectivo el evangelio” (XI, 391). Vicen­te ha experimentado a Jesucristo y por eso pue­de hablar de El. “Tal es mi fe y tal es también mi experiencia”(II, 237).

I. La perfección vivida por Vicente de Paúl

La Iglesia al “canonizar” a Vicente, al decla­rarlo “santo” está diciendo que Vicente llegó a “la perfección por la multiforme gracia de Dios” y “proclama el misterio pascual cumplido en él” (SC n°104). Está diciendo, que fue un cristiano au­téntico, que se esforzó por “tener los mismos sen­timientos que tuvo Cristo Jesús” (Filp 2, 5), y que siguiendo su ejemplo, dedicó su vida a adorar a Dios y a evangelizar a los pobres. Al declararlo “santo” se está asegurando que Vicente vivió se­gún el Evangelio, que vivió las bienaventuranzas, que dedicó su vida a trabajar por el crecimiento del Reino, que su bautismo no fue en vano, sino que lo llevó a cumplir en su vida de una manera seria y responsable, el mandamiento nuevo del amor.

1. Vicente no nació santo

Vicente siempre se consideraba como un gran pecador y lejos de él, el considerarse “perfecto” o “santo”. Sin embargo, caminando bajo la mirada amorosa de Dios y respondiendo generosamen­te a sus gracias, fue modelando su vida, de acuer­do a la de Jesucristo.

“Vicente no nació santo sino que se hizo san­to con la gracia de Dios”. Esto lo afirmamos con cierto orgullo, los hijos e hijas de Vicente, quizás porque así lo sentimos más humano y por tanto más cerca de nosotros.

A diferencia de Abelly y Collet, que siguiendo la línea clásica hagiográfica, presentan a Vicente ya desde su nacimiento con una aureola de san­tidad, los estudiosos recientes de Vicente, ven en su vida una ruptura, un cambio fundamental, una auténtica conversión.

Los padres de Vicente, Juan de Paúl y Beltrana de Moras, juzgaron a su hijo capacitado para ha­cer los estudios sacerdotales, viendo en esto más que una vocación, un oficio que asegurara el fu­turo de la familia. Al terminar sus estudios en Dax, y en Tolosa, Vicente, escala rápidamente las órdenes, y se “autollama al sacerdocio”, y ase­gura la ordenación sacerdotal (1660), acudiendo al anciano obispo de Périgueux.

Desde el día de su ordenación hasta 1623, en que rompe definitivamente los lazos que lo ata­ban a su familia, transcurren 23 años de sombras y de luces, llenos de ambiciones frustradas, prue­bas inesperadas, luchas violentas, y experiencias enriquecedoras, que lo llevan a un encuentro con Jesucristo. Entre los veinte y cuarenta años ex­perimenta una verdadera conversión.

2. Los pecados del joven Vicente

Los biógrafos del santo, no dudan en hablar de los “pecados de juventud de Vicente”: se ordena sacerdote más para escalar un puesto en la so­ciedad, que para ejercer un ministerio desintere­sadamente… se lo encuentra lleno de vanidad, cu­riosidad, ambición y hosquedad de carácter. El se acusa de estos pecados y ya convertido a Jesu­cristo, opondrá a tales vicios las virtudes contrarias, que forman el espíritu del discípulo de Jesucristo.

Siendo estudiante en Dax (1594-1596), sintió vergüenza de su padre cojo y mal trajeado (XI, 693). Se avergonzaba de ser el hijo de un aldeano. Las cartas de la cautividad (1605-1607) revelan a un Vicente aventurero, hambriento de novedades (1, 86). Quizás, el pecado más grave del joven Vi­cente es la ambición de bienes temporales, de dig­nidades y beneficios eclesiásticos. Quiere a toda costa, alcanzar un “honesto retiro” junto a sus fa­miliares. A los treinta años, sólo quiere descan­sar centrado en su egoísmo, sin importarle la suerte de los demás. (I, 88)

Nombrado para el curato de Tilh, no se pose­siona; viaja a Roma y esta visita deja en él huella (1601). Regresa a su patria y con la tenacidad de un buen gascón se dedica a la búsqueda de una buena posición. Obtuvo el bachillerato en teolo­gía (1604) y concibió un proyecto ambicioso: lle­gar a ser obispo.

Buscando el dinero que necesita, se ve en­vuelto en una novelesca aventura, y después de vender un caballo alquilado, Vicente sufre cauti­verio; y ésta es sin duda una experiencia mar-cante en su vida, que lo aleja de sus propósitos ambiciosos y lo acerca ocasionalmente, al mun­do de los pobres y explotados, que lo hace inte­riorizar su fe y practicar la oración y exteriori­zar su amor a María. Pero esta dura experiencia de esclavitud, no le quita el deseo “arribista”, de escalar posiciones honrosas, como lo manifiesta en la famosa carta del 17 de febrero de 1610. 0, 88)

Y persiguiendo las nietas de ascenso que se ha propuesto, lo encontramos en Avignon (1605), y en Roma (1608) acompañando al vicelegado Pedro Montorio, esperando de él buenos benefi­cios…

El año de 1608, Vicente llega a París, que se convertirá en su ciudad. El campesino gascón es­tá ahora en el centro del Reino de Francia y del mundo de aquel entonces. Quizás en París, logre los ascensos y beneficios que tanto ha perse­guido, y que siempre se le han escapado. Sus am­biciones siguen vivas.

3. Comienzos de una vida nueva

Vicente, experimenta el desempleo y la po­breza y es acusado de falsario y de ladrón por su compañero de vivienda (1, 230). Se encuentra, hu­manamente hablando, fracasado. Más bajo no podía haber llegado este joven sacerdote busca­dor de beneficios y fortunas. Y es allí, en ese es­tado “de cautiverio y de desierto”, donde Dios lo visita y le da fortaleza para soportar la calumnia, para no defenderse. “Dios sabe la verdad”. Vi­cente empieza a cambiar. Y a tener nuevos ojos, para ver la fatuidad que se vive en la corte de la reina Margarita; y su corazón empieza a acercar­se a los pobres por medio de la limosna.

En un acto de generosidad, carga sobre sí con las dudas de fe de un teólogo terriblemente ator­mentado, y así entra Vicente en una noche oscura que se prolonga por dos o tres años (1612-1615). Ahora, experimenta Vicente la pobreza espiritual más radical, la condición de Jesús en la Cruz, la del abandono. Vicente visita a los enfermos del Hospital de la Caridad. La tentación se disipó. Dios lo va llevando a los pobres y los pobres lo llevarán a Dios (cf. Abelly, La vie du venerable serviteur de Dieu Vincent de Paul, III, 119).

4. Los instrumentos de Dios

Vicente aprende de Bérulle una perspectiva de fe que marcará definitivamente su vida. Descu­bre a un Jesucristo vivo, real, adorador del Padre y redentor de los hombres. Y el futuro “Vicente de los Pobres”, va poco a poco centrando su vi­sión de Jesucristo en el “Evangelizador de los pobres”, el “misionero”, el “enviado del Padre”, el “Dios con nosotros”, Jesús de Nazaret, que comparte “la vida, las esperanzas y las angustias de su pueblo” (Puebla, nº 176).

Vicente influenciado por Benito de Canfield, enfatiza el cumplimiento de la voluntad de Dios. Pero entiende a Dios no como esencia pura e inaccesible, sino como el compañero de viaje, el que nos lleva de la mano, el que está a nuestra disposición como una fuente de agua fresca, el que nos sostiene con su fuerza, aquel a quien podemos llenar de alegría (1, 136; VIII, 81; X1, 37; 1V, 117). Por eso, él desea siempre hacer la vo­luntad de Dios, y está seguro de que ése es el camino fácil para la perfección y santidad. Seguir a Jesucristo, que siempre hizo la voluntad de su Padre, es estar en camino de perfección, por eso, Vicente se esfuerza por ser “cristiano” es decir estar impregnado de Cristo en toda su vida.

Andrés Duval, (1564-1638) sabio y sencillo pro­fesor de la Sorbona, a quien Vicente comunica sus inquietudes apostólicas (1617), disipa sus dudas y lo encamina en la actividad misionera. Duval será para Vicente su mejor director y consejero.

Francisco de Sales con su visión optimista del hombre y la centralidad del amor, oxigena la es­piritualidad de su tiempo, afirmando que la vida de perfección está abierta a todos, que la santi­dad consiste en la perfección del amor y que se construye, a base de cosas sencillas y pequeñas. No hay que buscar fenómenos místicos, ni hacer penitencias extraordinarias; en cambio, hay que practicar la indiferencia y la humildad, hay que ser sencillos y mansos, hay que trabajar con ce­lo por la salvación de los pobres llevando la cruz de cada día; el amor debe ser afectivo y efecti­vo… Vicente vive esta espiritualidad, pero la en­camina a sus fines apostólicos en beneficio de los pobres.

Recordemos que “la conversión es el punto de partida de todo camino espiritual. Ella implica una ruptura con la vida llevada hasta el momen­to; es la condición para entrar en el Reino:’Se ha cumplido el tiempo y está cerca el Reino de Dios, conviértanse y crean en el Evangelio’ (Mc. 1, 15). Pero supone también, y exigentemente, decidir­se a emprender una nueva senda: Anda, vende lo que tienes…y después ven y sígueme’ (Lc. 18, 22)” (G. Gutiérrez, Beber en su propio po­zo, CEP, Lima 1983, 144).

La conversión de Vicente, se arraiga en la ex­periencia de un encuentro con Jesucristo en el po­bre. Es Dios quien da esta gracia a Vicente y lo pone a “caminar según el Espíritu” (Rom. 8, 4) en libertad y amor. Desde entonces, Vicente com­prende que “ser seguidor de Jesús requiere ca­minar y comprometerse con el pueblo pobre; (pues) allí se da un encuentro con el Señor que se revela y se oculta, al mismo tiempo, en el ros­tro del pobre” (ib., cf. Mt 25, 31-46 y el hermoso comentario de Puebla n2 31-39).

La perfección aun en los santos, tiene sus lí­mites y ellos continúan siendo pecadores, (Igle­sia santa y pecadora) por eso, Vicente se humilla continuamente por sus pecados y confía en la mi­sericordia amorosa del Padre. Vicente camina se­gún el Espíritu, en seguimiento de Jesucristo, en un continuo proceso de conversión, obedeciendo en su vida la orden del Maestro: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre que está en el cielo.”(Mt. 5, 48) que Vicente lee a la luz de aquel otro mandato del Señor “Sed misericordiosos, como mi Padre es misericordioso” (Le 6, 36).

5. Vicente, buen pastor

En 1612, en Clichy, experimenta el gozo de ser un verdadero pastor en medio de un pueblo “tan bueno y tan obediente” que “yo veía día a día el progreso de sus almas. Sentía con ello tal consuelo, estaba tan contento que me decía a mí mismo: “Dios mío, qué afortunado eres con te­ner un pueblo tan bueno”. Y me añadía: “Creo que ni el Papa será tan feliz como un párroco en me­dio de un pueblo de tan gran corazón “”(IX, 580).

Vicente ya no considera su sacerdocio como un ‘oficio lucrativo’, sino que se siente un verda­dero pastor de un pueblo que valora, aprecia y ama, y al que trata de evangelizar, atendiéndolo corporal y espiritualmente, pues sabe que ese pueblo se muere de hambre y se condena. No hay lugar a la ociosidad, hay que vivir la fe dándola a los demás. Hay un cambio significativo en Vi­cente.

La felicidad encontrada en Clichy, dura sola­mente un año. Por consejo de Bérulle, Vicente va como preceptor y consejero de la familia Gondi. Se convierte en el director espiritual de Francis­ ca Margarita de Silly, y consejero de Felipe Ma­nuel, a quien hace desistir de un duelo, postrán­dose a sus pies.

6. El año decisivo en la vida de Vicente (1617)

Durante la permanencia en casa de los Gon­di, va Vicente a experimentar el giro fundamen­tal de su vida.

Sabemos que en la vida de los santos hay momentos cruciales, que los marcan definitiva­mente. El año de 1617, es el ‘kairos’ de Vicente. Para entonces, él ya estaba encaminado en el se­guimiento de Jesucristo. Era un hombre dispuesto a acoger la voluntad de Dios en su vida. Y esa vo­luntad de Dios, que Vicente siempre quiere ha­cer, se le manifiesta a través de los aconteci­mientos, de muchas personas, pero sobre todo, de los pobres.

En enero de ese año, acontece la confesión general del campesino moribundo de Gannes, que se sincera con la Señora de Gondi. Esta bue­na señora es el instrumento de Dios para que Vi­cente empiece la Misión, y por medio de este sig­no, Vicente vio claro que ya no podía encerrarse en el palacio de los Gondi, y que Dios lo llamaba a evangelizar a los pobres.

De nuevo es Bérulle quien le aconseja una parroquia campesina: Châtillon-les-Dombes, cer­ca de Lyon. La parroquia tenía seis sacerdotes que preferían las tabernas a la oración, y donde los cal­vinistas prosperaban. Vicente empieza su labor pastoral ayudando a los sacerdotes a salir de su mediocridad.

En Châtillon, la Providencia le mostraría nue­vos caminos de amor y realización apostólica . El acontecimiento de Châtillon hace ver a Vicente que la predicación y la vivencia de los sacramen­tos (Gannes- Folleville), deben llevar a la caridad efectiva, al servicio amoroso y organizado del po­bre. La fe se prueba con las obras. Allí, nacen las ‘Cofradías de la Caridad’, como grupos de base parroquiales para atender las necesidades de los enfermos y pobres, mediante una caridad orga­nizada. La fe en Jesucristo se testimonia en el ser­vicio efectivo al hermano que sufre.

De nuevo, Vicente está feliz y realizado en su ministerio sacerdotal con los pobres, en una pa­rroquia campesina. Pero la familia Gondi no quie­re perderlo y logran que Vicente se encargue de sus tierras para misionarlas. Vicente descubre la importancia de las misiones itinerantes, que lle­van a la vida sacramental y al compromiso de ca­ridad con los pobres.

El año de 1617, es considerado con justicia el año decisivo, en el cambio de Vicente. Ha des­cubierto la importancia de su sacerdocio como ministerio de la palabra, como celebración de los sacramentos, especialmente de la confesión y la eucaristía; y ha descubierto que la palabra y el sacramento deben prolongarse y vivificarse, en el amor efectivo y en el servicio concreto a los po­bres, que se han convertido para Vicente en “sus amos y señores”.

Por muchos caminos, Dios ha llevado a Vicen­te a una verdadera “conversión”. Hay un cambio notable en su vida; ha cambiado de una fe y un sa­cerdocio centrados en sí mismo, a una vida de fe y un ministerio sacerdotal, volcado generosamen­te al servicio de los pobres, a quienes considera como sacramentos dolientes del mismo Jesucris­to. Aprende a “dar” y sobre todo aprende a “dar­se”. “Démonos a Dios”, repite continuamente, pues para él la fe no es cuestión teórica, sino algo vital es “darse”, a fin de que la fe sea viva, pues “la fe actúa por la caridad” (Gal 5, 6).

De ahora en adelante, los pobres son para Vi­cente el lugar teológico de su fe: en ellos en­cuentra a Jesucristo, y en ellos, se encuentra la verdadera religión (X1, 120-121) . Vicente confie­sa que ha sido evangelizado por los pobres, es de­cir, que son ellos los que le han mostrado con su vida el camino de la santidad, pues le han ense­ñado la fe verdadera y el verdadero evangelio de Jesucristo, pues “es entre ellos, entre esa pobre gente, donde se conserva la verdadera religión, la fe viva” (XI, 120). Vicente “convertido”, o me­jor, en proceso continuo de conversión hasta su muerte, estará obsesionado por Jesucristo y los pobres, que para él son inseparables y se postu­lan mutuamente.

Vicente está en camino de santidad, de per­fección, siendo un buen instrumento de la bon­dad de Dios para con los necesitados. Vicente se santifica evangelizando, trabajando en favor de los pobres.

7. Contemplativo en la acción

Acontecimientos vividos en Magon, Marchais, Montmirail, lo van afianzando en el servicio a los pobres. Vicente ha profundizado su vida de ora­ción y dedica a ella buen tiempo de su jornada. Él lo ha experimentado y así lo enseña a los su­yos: que un hombre de oración es capaz de to­do. La oración y su vida de intimidad con Dios se­rá el secreto de su prodigiosa actividad caritativa. Oración y celo, estrechamente unidos, hacen de Vicente un “contemplativo en la acción”. Un santo en la caridad y un santo de la caridad.

Vicente se vale de la oración para cambiar su carácter. Las observaciones que al respecto le había hecho la señora de Gondi eran verdaderas. Hace retiro en Valprofonde y luego en Soissons. En la cartuja, confió a un maduro y santo monje sus propias dificultades en el trato con las muje­res (II, 90). En Soissons, Vicente se examinó so­bre su carácter sombrío, duro y agresivo. Estos dos retiros le ayudaron en su proceso de con­versión y a profundizar el sentido de su sacerdo­cio y la dimensión evangélica del servicio al pró­jimo, especialmente al más necesitado.

Con ocasión de una visita a los suyos, Vicen­te supera una tentación que lo obsesionó en su juventud, el dedicarse al servicio de su familia. Lo­gra con dolor de su corazón desprenderse de ellos, y dejarlos en las manos de la Providencia, para dedicarse totalmente al servicio de su nue­va familia, los pobres que ya son “su peso y su dolor”.

El Sr. Obispo de Beauvais, es también ins­trumento de Dios, y hace ver a Vicente un nue­vo y muy necesario servicio a la Iglesia. Tam­bién, el clero está abandonado, es ignorante y vicioso, no tiene celo apostólico. Vicente, con la gracia de Dios, ha descubierto el sentido y gran­deza del ministerio sacerdotal y quiere que sus hermanos sacerdotes “sean santos y sabios” y por esto, emprende la obra de los ejercicios a los ordenandos y la de las conferencias de los mar­tes. La santidad de Vicente es una santidad sa­cerdotal, quiere vivir su bautismo, esforzándose por ser un buen sacerdote y ayudando también a que la Iglesia que tanto amaba, tenga buenos pastores que se santifiquen evangelizando a los pobres, como lo está haciendo él con sus mi­sioneros.

El camino de perfección por el que Dios lo ha llevado, Vicente lo recorre con los laicos (las Co­fradías de la Caridad), especialmente con los po­bres; con los sacerdotes de la Misión, que deben tener como primer fin en su vida, “buscar la pro­pia perfección”. Vicente se santifica y busca la per­fección del amor en el servicio concreto de los pobres, pues “la mística vicenciana no separa el seguimiento de Jesús del compromiso de los po­bres: la entrega a Dios y la evangelización son acciones simultáneas; la una provoca la otra, y am­bas constituyen la experiencia religiosa vicencia­na.” (A. Orcajo, El seguimiento de Jesús según san Vicente de Paúl, Caracas 1988, 56)

Ésta es la santidad que comparte y comuni­ca a su gran colaboradora Luisa de Marillac, y a todas aquellas admirables y generosas mujeres, que teniendo las virtudes de las “buenas aldea­nas” consagran su vida a ser “siervas de los po­bres”, y a quienes el pueblo hace justicia al lla­marlas “Hijas de la Caridad”, y que serán con la Señorita Le Gras a la cabeza, el sacramento de la misericordia y ternura de Dios entre los mise­rables y abandonados que pululan en el “siglo de oro de Francia”…

Vicente logró la coherencia de su vida, unien­do la contemplación y la acción, la misión y la ca­ridad, y por eso, es verdaderamente “un místico de la acción”, un “contemplativo en la liberación”, pues logró hacer la síntesis “de la oración en la acción, dentro de la acción y con la acción…vivenciando un encuentro con Dios en el encuen­tro con los hermanos”(L. Boff, De la espirituali­dad de la liberación a la práctica de la liberación, en Espiritualidad y liberación en América Latina, DEI, S. José de Costa Rica, pg. 52). Vicente logró esta gran síntesis vital y concreta que constituye el secreto de su santidad, pues al mismo Dios de la oración y de la Eucaristía, lo encuentra y lo sir­ve en el hermano menesteroso. La fe de Vicen­te es viva y verdadera y le permite ver sacra-mentalmente la realidad que lo rodea, en la que encuentra huellas de Dios por todas partes. La fe de Vicente se hace amor, se hace misericordia, se hace justicia.

Si es cierto que el único criterio para medir y juzgar la perfección cristiana es el amor, la cari­dad (1 Cor, 13), debemos decir que Vicente de Pa­úl fue realmente un gran santo, y que llegó en su vida a una gran perfección. Vicente experimenta que el amor no es una dimensión más de la vi­da, sino que para el que quiere seguir a Jesu­cristo, es lo esencial, lo único necesario, lo que fundamenta todo lo demás. Cristiano es el que ama, el que cree en el amor, el que es testigo del amor.”El amor de Dios se ha derramado en nues­tros corazones por el Espíritu que se nos ha da­do.” (Rom. 5, 5). Vicente se siente amado por Dios y esto lo obliga a amar a sus hermanos los po­bres. Dios lo ama para que él ame a los que nadie ama. La perfección consiste en el amor y sólo en el amor, pues en él se resume la ley y los profetas.

Vicente avanzó en el camino de la perfección, porque vivió el amor, la caridad, porque no se contentó con un amor platónico y metafísico ha­cia un Dios filosófico, sino que amó a un Dios-Amor, que se hizo hombre por amor, y que pide a sus seguidores que se dediquen al amor, que se amen, se perdonen, se apoyen solidariamen­te como hermanos. La santidad, la perfección consiste en aprender a amar y vivir en el amor, en dedicarse totalmente a un Dios que es amor. Lo que distingue a todo cristiano es el amor. El que ama se compromete con la causa de Jesús. Vicente vivió la perfección porque con la fuerza del Espíritu, fue un hombre que amó mucho.

Vicente entendió (y vivió), que el mandato de Jesús “sed perfectos” (Mt. 5, 48), es sinónimo de aquel otro: “sed misericordiosos, como su Padre es misericordioso” (Lc. 6, 36) y que en de­finitiva lo que hay que hacer para ser santo y per­fecto es cumplir el mandamiento nuevo del amor, que incluye hasta el amor a los enemigos… (Mt. 5, 43-48). El amor de Vicente fue un amor tierno y cordial, verdaderamente humano y compasivo, pero al mismo tiempo un amor efectivo y orga­nizado. Vicente es realmente un “gigante de la ca­ridad”, que refleja el rostro compasivo y miseri­cordioso de Jesús con los pobres. Por eso, se siente feliz de vivir “en estado de caridad, ya que vivimos continuamente ocupados en la práctica real del amor o en disposición de ello” (XI, 564) pues “la caridad con el prójimo es una señal in­falible de los verdaderos hijos de Dios” (X, 574).

“¡Oh Salvador! ¡Qué feliz soy por estar en un estado de amor al prójimo…!” (XI, 564)

II. La doctrina de Vicente acerca de la perfección

La “doctrina” de Vicente es su “experiencia”, es su ejemplo, es su testimonio, que comparte con los suyos de una manera sencilla y familiar, en sus cartas, en sus conferencias, en sus repe­ticiones de oración. Hay que tener esto presen­te, para poder entender la segunda parte de es­te trabajo.

1. La perfección no consiste en el éxtasis

En 1655, Vicente, hablando desde “su fe y su experiencia”, dice claramente a sus misioneros: “La perfección no consiste en éxtasis, sino en cumplir bien la voluntad de Dios. ¿Qué es la per­fección? Me parece que quiere decir una cosa a la que no falta nada; pues bien, qué hombre tie­ne la perfección hasta el punto de que no le fal­te nada, si ningún hombre es perfecto y hasta el justo peca siete veces al día?…. El Hijo de Dios hecho hombre tenía la perfección…No le faltaba nada; era perfectísimo en todo” (XI, 211).

Para algunos contemporáneos y amigos de Vicente, influenciados por la mística de la escuela francesa, de tipo marcadamente intelectual y abs­tracto, “la experiencia mística comenzaba en el noviciado e iba rodeada de fenómenos extraor­dinarios, transraciona les y transdialécticos. En Vi­cente, no hubo teopatía alguna, ningún fenóme­no insólito… no es favorecido con camino alguno extraordinario” (G. Coluccia, Espiritualidad vicen­ciana, espiritualidad de la acción, CEME, Salaman­ca 1979, 70). Excluir a Vicente de esta mística es apenas lógico, pues él vive su fe en situación, según el espíritu de la Encarnación. Vicente no vi­ve de éxtasis metafísicos, sino que se extasía amando a Jesucristo en la persona de los pobres.

La desfiguración del cristianismo y de lo que se llama comúnmente “vida espiritual”, presen­ta la santidad y la perfección como algo “raro”, del otro mundo, que está reservada a unos po­cos privilegiados. Según esa concepción falsa de la santidad, el santo debe tener éxtasis, arreba­tos, y no puede ser una persona normal, común y corriente…. Vicente, de origen campesino, y que constata que la verdadera religión está en los po­bres, y en las buenas aldeanas, y que siguiendo a Francisco Sales, está convencido de que todos están llamados a la santidad y perfección, reac­ciona contra esta teoría, y corta por lo sano afirmando que la “perfección no consiste en éxtasis, sino en cumplir bien la voluntad de Dios”. Es es­forzarse por vivir “a la manera de Jesucristo”, bajo la acción del Espíritu Santo. Por eso, se ha podido afirmar con toda verdad hablando de la “es­cuela vicenciana”, que: “La espiritualidad vicen­ciana es el éxtasis de la vida y de las obras, donde para nada cuentan los fenómenos extra­ordinarios del misticismo, y sí la paciencia del amor, probado una y otra vez en el compromiso con el hombre, que es compromiso con Dios” (Co­1 uccia, o. c. 301).

2. La perfección consiste en cumplir bien la vo­luntad de Dios en todas las cosas

“¡Qué poco se necesita para ser santa; basta hacer en todo la voluntad de Dios!” (II, 34). Así es­cribe Vicente de Paúl a Luisa de Marillac, que ha buscado en diversas “espiritualidades”, ser santa.

Vicente, después de su “conversión”, sólo quiso hacer la adorable voluntad de Dios. Y esto es lo que enseña a sus seguidores, sean laicos o misioneros o Hijas de la Caridad.

“¿Quién será el más perfecto de entre los hombres?”, se pregunta Vicente y responde con seguridad: “Será aquel, cuya voluntad sea más conforme con la de Dios, de forma que la per­fección consiste en unir nuestra voluntad con la de Dios hasta el punto de que la suya y la nues­tra no sean, propiamente hablando, más que un mismo querer y no querer”(XI, 212).

Hacer la voluntad de Dios, es tomar la cruz en seguimiento de Jesús: “Pues ¿qué es lo que di­jo nuestro Señor a aquel hombre del evangelio al que quería enseñar el medio de llegar a la per­fección? “Si quieres venir detrás de mí, le dijo, renuncia a ti mismo, toma tu cruz y sígueme”. Pues bien, ¿quién renuncia más a sí mismo que el que no hace nunca su voluntad, sino que ha­ce siempre la de Dios?… os pregunto: ¿quién es el que se une más a Dios que el que no hace nun­ca más que la voluntad del mismo Dios, y nunca la suya propia, y no quiere ni desea otra cosa más que lo que Dios quiere o no quiere? Decidme, por favor, padres y hermanos míos, si sabéis de al­guien que se adhiera más a Dios y, por tanto, es­té más unido a Dios que éste”(XI, 212).

Para Vicente, es claro que “cumplir bien la vo­luntad de Dios”, es un medio universal, rápido, fá­cil, seguro y menos expuesto a engaño, para al­canzar pronto la perfección personal y comunitaria.

Para Abelly, “esta conformidad con la volun­tad de Dios era la propia y principal y como la vir­tud general de este hombre santo, ejerciendo su influencia sobre todas las demás: era como re­sorte que hacía obrar todas las facultades de su alma y todos los órganos de su cuerpo; era el móvil principal de todos sus ejercicios de piedad, de todas las prácticas más santas y, en general, de todas sus acciones” (Abelly, III, c. V, 32).

La práctica de la voluntad de Dios, como me­dio de perfección, está inclusive por encima de la práctica de la presencia de Dios. “¿No es acaso un ejercicio continuo de la presencia de Dios el cum­plimiento fiel de su santa voluntad?” (Xl, 2131.

El cumplimiento fiel de las propias obligacio­nes, aun de las más pequeñas y comunes, sobre todo si así se cumple con lo prescrito en las Re­glas o Constituciones, es cumplir la voluntad de Dios. “Venir a la oración, es hacer la voluntad de Dios y obedecer a la regla que lo ordena; ir al exa­men, es cumplir la voluntad de Dios; hasta el co­mer y cenar y el dormir en el tiempo que la regla lo manda, todo esto es cumplir la voluntad de Dios… Si, hermanos míos, podéis ser tan agradables a Dios trabajando en vuestras tareas de cocina o de despensa como nosotros los sacerdotes pre­dicando y enseñando el catecismo; vosotros ha­céis lo que hizo nuestro Señor durante treinta años y nosotros hacemos lo que hizo durante tres años solamente. ¡Quiera Dios darnos la gracia de ad­quirir esta santa práctica!” (XI, 213; cf. XI, 384-385). “En una palabra, ¿dónde está nuestra perfección? Está en hacer bien todas nuestras acciones: 1º como hombres racionales, tratando bien al próji­mo y siendo justos con él; 2º como cristianos, practicando las virtudes de que nos ha dado ejem­plo nuestro Señor; y finalmente, como misioneros, realizando bien las obras que él hizo y con su mis­mo espíritu, en la medida que lo permita nuestra debilidad, que también conoce Dios. A eso es a lo que hay que tender” (XI, 385).

Vicente tiene bien claro que la perfección, la santidad, se realiza en la cotidianidad de la vida, haciendo bien todo lo que se hace, ya que no basta hacer el bien sino que es necesario hacer­lo bien. Cuando se trata de caminar en la per­fección, Vicente presenta en primer lugar el nivel humano. Todo hombre, si sigue la ley de la ra­cionalidad, debe tener buenas relaciones con el prójimo y practicar la justicia. Es la dimensión so­lidaria de toda vida humana, y la vocación uni­versal a la salvación (LO 016). En segundo lugar, el hombre cristiano debe orientar su vida según Jesucristo, teniendo presentes las virtudes que practicó el Señor. Y al hombre cristiano “misio­nero”, se le exige mucho más, porque la vocación del misionero, según Vicente, es continuar el tra­bajo de Jesús, el evangelizador de los pobres…

3. La perfección consiste en practicar las virtudes que Jesucristo practicó

El Concilio presenta la perfección, la santidad dentro de la eclesiología. La reflexión posconci­liar prefiere poner a Jesucristo corno la referen­cia esencial de toda vida cristiana y por tanto, también de la santidad y perfección. Jesucristo, el Santo de Dios, es el Camino que hay que se­guir para llegar al Padre.

Si esto es verdad, es obvio que la cristología, condiciona la vida espiritual, la vida cristiana. “Di­me cuál es tu Cristo y te diré que tipo de santi­dad estás viviendo”. Creo que ahí está el secreto de la santidad de Vicente. El, apartándose de la cristología desencarnada de su tiempo, se rela­ciona con un Jesús encarnado, el Jesús históri­co, el hijo de María, el carpintero de Nazaret, compañero de trabajo de José, el predicador de Galilea, el misionero del Padre, el Jesús pobre, evangelizador de los pobres, que privilegia para su Reino a los pequeños, el buen samaritano que pasó curando a los enfermos y alimentando a los hambrientos, que busca la oveja perdida, que per­dona a los pecadores y fustiga a los hipócritas y explotadores.

Además. Vicente ve que Jesús no trabajó so­lo, sino que se ocupó en formar a sus apóstoles y discípulos y los envió a anunciar su Reino. Ese Jesús es el crucificado, es el Ungido, es el Me­sías, es el Resucitado…

Jesucristo hizo siempre en su vida, la Volun­tad del Padre (Lc 2, 49; 22, 42; Jn 4, 34; Mt 6, 10). El que obra a la manera de Jesucristo, está ha­ciendo la Voluntad de Dios. Por eso, para Vicen­te, Jesucristo es la clave de la perfección.

“¡Oh Salvador! ¡Qué negocio tan importante éste de revestirse del espíritu de Jesucristo! Quie­re esto decir que, para perfeccionarnos y atender útilmente a los pueblos y para servir a los ecle­siásticos, hemos de esforzarnos en imitar la per­fección de Jesucristo y procurar llegar a ella. Esto significa también que nosotros no podemos nada por nosotros mismos… Nuestra Compañía ha apreciado las máximas cristianas y ha desea­do revestirse del espíritu del Evangelio para vivir y obrar como vivió nuestro Señor y hacer que su espíritu se muestre en toda la Compañía y en ca­da uno de sus misioneros, en todas sus obras en general y en cada una en particular” (X1, 410-411).

Y escribiendo a Antonio Durand, le dice: “No, Padre, ni la filosofía, ni la teología, ni los discur­sos logran nada en las almas si Jesucristo no tra­baja con nosotros y nosotros con El; que obremos en Él y Él en nosotros; que hablemos como El y con su espíritu… Por consiguiente, Padre, debe vaciarse de sí mismo para revestirse de Jesu­cristo…” (XI, 236).

De Jesús, se afirma que “todo lo hizo bien” y Él es la perfección y el Santo de Dios. El discí­pulo de Jesús debe esforzarse por “hacer todo bien”, Ilenándose del “espíritu de Jesucristo”.

La primera razón que Vicente encuentra para trabajar en la perfección es “que Nuestro Señor, desde el instante de su nacimiento, trabajó y pa­deció incesantemente por hacerse agradable a su divino Padre y útil a la iglesia.”…”Se dijo de

Él que iba creciendo y perfeccionándose en vir­tud, delante de Dios y de los hombres. Mis que­ridas hermanas, el Hijo de Dios, un Dios, que des­de el instante de su encarnación estuvo lleno de gracia, incluso en cuanto hombre, no se conten­tó con eso, sino que trabajó toda su vida por per­feccionarse cada vez más.” “…todos lo veían pro­gresar en virtud, de manera que cada día notaban en Él más perfección que el anterior.”…”como Él es el ejemplo de vuestra Compañía, tenéis que trabajar continuamente en perfeccionaros, a imi­tación suya.”… “Nosotros hemos de hacer lo mis­mo: caminar siempre de virtud en virtud y traba­jar cada vez mejor en nuestra propia perfección sin decir nunca basta” (IX, 844).

“El propósito de la Compañía es imitara nues­tro Señor, en la medida en que pueden hacerlo unas personas pobres y ruines…. Por tanto, si nos hemos propuesto hacernos semejantes a este divino modelo y sentimos en nuestros corazones este deseo y esta santa afición, es menester pro­curar conformar nuestros pensamientos, nues­tras obras y nuestras intenciones a las suyas. Él es no solamente el Deus virtutum, sino que ha venido a practicar todas las virtudes; y como to­das sus acciones y no acciones eran otras tantas virtudes, nosotros hemos de conformarnos con ellas procurando ser hombres de virtud, no sólo en nuestro interior, sino obrando externamente por virtud, de modo que todo lo que hagamos y no hagamos se acomode a este principio” (XI, 383).

Vicente insiste en que para ser perfectos hay que practicar las virtudes que el Hijo de Dios practicó. “Trabajar por la adquisición de las vir­tudes es trabajar por hacerse agradable a Dios” (XI, 384) “Estad seguros de que, si el Dios de las virtudes os ha escogido para practicarlas, voso­tros vivís por él y su reino está en vosotros” (XI, 432) “Preocupémonos de que Dios reine en nosotros y en los demás por medio de las virtu­des” (XI, 436)

Por eso para Vicente, el misionero de los po­bres, “una virtud es activa y, si no actúa, no es virtud” (XI, 532) Las virtudes deben ayudar a cum­plir el fin apostólico del cristiano, de la Hija de la Caridad, del misionero.

“Las cinco (tres) virtudes constituyen, pues, un programa de vida espiritual para la acción apos­tólica. No se quedan sólo en lo íntimo del espíri­tu, sino que se ejercen ante todo en el contacto con el prójimo. La sencillez en el actuar; la hu­mildad en el encuentro con los otros, sobre to­do en el ver a los pobres como “nuestros amos”; la mortificación que lleva consigo la renuncia a uno mismo y a la propia comodidad a fin de sus­citar un servicio más generoso; la mansedum­bre como estilo de acercamiento y de trato; el celo como llama que manifiesta y alimenta el fue­go del amor de Dios que debe expresarse en to­do nuestro ser” (V. de Dios, o. c. 264-265).

Vicente llegó a practicar todas las virtudes que pide a los suyos, pero sin duda, sobresalió por su gran celo apostólico y su gran humildad. Son vir­tudes características de Vicente.

La perfección, que Vicente señala en primer término, como la finalidad de la Congregación de la Misión, se realiza en el servicio apostólico de la evangelización a los pobres y a los eclesiásti­cos. Por eso, estas virtudes son “misioneras”, es­tán en función del Reino, de la evangelización que necesita de apóstoles celosos, que sean hu­mildes, sencillos, mansos y mortificados. “Ten­dremos muy en cuenta que, aunque siempre debemos estar revestidos de las virtudes que for­man el espíritu de la Misión, hay que pertrechar­se de ellas sobre todo cuando llega la hora de ejercer nuestros ministerios. Hay que verlas en­tonces como las cinco limpidísimas piedras de David con las que venceremos en el nombre del Señor y de un solo golpe al infernal Goliat, y so­meteremos al servicio de Dios a los filisteos, es decir a los pecadores” (RC. CM, XII, 12).

Es fácil ver en esta comparación el carácter dinámico que para Vicente deben tener las virtu­des del evangelizador de los pobres. Sin ellas el misionero esta muerto. (cf. XI, 400; IX, 1176)

4. Todos los cristianos tienen una regla de per­fección

Vicente hizo del evangelio la regla de su vida, y en él, encontró orientaciones, que ahora se re­descubren gracias al Vaticano II. Así para él, es claro que el evangelio es para todos los cristianos y que por lo tanto todos están obligados a ser per­fectos, y no con cualquier perfección sino con la del Padre eterno. “En cuanto a lo primero (trabajar en la propia perfección), estamos todos invitados a ello por el evangelio, donde los sacerdotes y to­dos los cristianos tienen una regla de perfección, no ya de una perfección cualquiera, sino de una semejante a la del Padre eterno. ¡Qué mandato tan maravilloso del Hijo de Dios “Sed perfectos, nos dice, como vuestro Padre celestial es per­fecto”. Esto apunta muy alto. ¿Quién podrá lle­gar allá? ¡Ser perfectos como el Padre eterno! Sin embargo, ésa es la medida” (X1, 384) .

El Concilio Vaticano II, afirma claramente que la santidad, la perfección, no es monopolio de una categoría dentro de la Iglesia, sino que es una vocación universal: “Es pues, completamente cla­ro que todos los fieles, de cualquier estado o con­dición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, y esta san­tidad suscita un nivel de vida más humano inclu­so en la sociedad terrena”(LG ng 40; cf. 39 y 41).

La perfección en el plan de Dios y según sus designios, es para todos, “pero como no todos los cristianos se esfuerzan en ello, Dios, por cier­ ta providencia, que los hombres deben admirar, al ver esta negligencia de la mayoría, suscita a al­gunos para que se entreguen a su divina Majes­tad y procuren, con su gracia, perfeccionarse ellos mismos y perfeccionar a los demás” (XI, 384). “… Y puesto que la humilde congregación de la Misión desea imitar, mediante la divina gracia al mismo Jesucristo, nuestro Señor, según sus posibilida­des… Por eso, su finalidad consiste: IQ. en traba­jar en su propia perfección, haciendo todo lo posible por practicar las virtudes que este sobe­rano Maestro se ha dignado enseñarnos de pa­labra y de obra; 29 en predicar el evangelio a los pobres, especialmente a los del campo; 32 en ayudar a los eclesiásticos a adquirir la ciencia y las virtudes necesarias a su estado” (RC. CM, 1, 1). “Nuestra finalidad, por consiguiente, es tra­bajar en nuestra perfección, evangelizar a los po­bres y enseñar la ciencia y las virtudes propias de los eclesiásticos” (XI, 383s) “7Q procuran con to­das sus fuerzas revestirse del espíritu del mismo Cristo (RC. CM, I, 3), para adquirir la perfección co­rrespondiente a su vocación” (RC. CM, XII, 13).

En tiempo de San Vicente, se decía que los obispos y religiosos estaban en “estado de per­fección”. Vicente no quiso que sus misioneros ni las Hijas de la Caridad fueran religiosos, pero sí que tuvieran tanta santidad o más que los mis­mos religiosos. Vicente aclara que no es lo mis­mo “estar en estado de perfección, que ser per­fecto” (XI, 212; cf. 640s).

“Quien dice religiosa dice enclaustrada. Y las Hijas de la Caridad deben andar por todos lados…. De ahí, que importe mucho ser más virtuosas que las religiosas. Y si las personas religiosas tie­nen un grado de perfección, las Hijas de la Cari­dad han de tener dos, pues corréis el riesgo de perderos, si no sois virtuosas” (IX, 1176).

5. Dimensión apostólica de la perfección

La perfección “vicenciana”, es una perfec­ción “apostólica”, que se exige no sólo a los mi­sioneros, sino también a las Hijas de la Caridad y a los laicos de las Cofradías, pues se trata de hon­rar a Jesucristo, trabajando en favor de los pobres. “Así pues, hermanos míos, conviene que traba­jemos incesantemente por la perfección y por ha­cer bien nuestras acciones, para que sean agra­dables a Dios, y de esta manera podamos ser dignos de ayudar a los demás” (XI, 386).

La perfección “vicenciana”, es una perfec­ción “apostólica”, pues se trata de honrar a Je­sucristo, sirviendo a los pobres, pues el servicio a ellos “es la medida privilegiada, aunque no ex­cluyente, de nuestro seguimiento de Cristo” (Pue­bla nº 1145). Vicente se santificó trabajando por los pobres. El vivió verdaderamente el “evange­lio del trabajo” (L. E. 26). Para él, la perfección es el amor y éste necesariamente tiene una dimen­sión apostólica. “Es cierto que yo he sido envia­do, no solo para amar a Dios, sino para hacerlo amar. No me basta con amar a Dios, si no lo ama mi prójimo” (XI, 553).

La perfección, como el amor “vicenciano”, tiene que ser efectiva, es decir tiene que tradu­cirse en obras de misericordia y servicio concre­to a los pobres.

Ya hemos hablado de la coherencia y unidad de vida de Vicente. Es cierto que, deudor de la vi­sión de su tiempo, cuando teoriza, hace ciertas dis­tinciones, y así, habla por ejemplo de “preferir las cosas temporales a las espirituales . .” Pero a ni­vel práctico, Vicente vive las cosas espirituales en las temporales, llegando a aquéllas a través de éstas. Es la espiritualidad de la acción, la espiri­tualidad del trabajo (L. E. Elementos para una es­piritualidad del trabajo). Vicente exige una vida co­herente al evangelizador, que debe practicar el amor, la caridad “pues la caridad, como vínculo de perfección y plenitud de la ley (cf. Col 3, 14;Rom 3, 10) rige todos los medios de santificación, los in­forma y los conduce a su fin. De ahí, que la cari­dad para con Dios y para con el prójimo sea el dis­tintivo del verdadero discípulo de Cristo” (LG n” 42).

6. Dimensión pascual de la perfección

La “santidad del misionero” es eminente­mente pascual, está centrada en el misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo.

La santidad es gracia de Dios, pero también es respuesta del hombre. Para Vicente, Dios co­mo un artista va modelando su obra: “Una pobre Hija de la Caridad o un misionero, antes de que Dios los saque del mundo, son como unos blo­ques de piedra, bastos y sin labrar; pero Dios quiere hacer de ellos una hermosa imagen, y por eso, pone su mano encima y golpea encima con grandes martillazos…. esos golpes no son más que para formar esa hermosa imagen… Cuando Dios ha decidido perfeccionar un alma, permite que se vea tentada contra su vocación y que a ve­ces esté dispuesta a dejarlo todo. Luego, como un escultor, toma el cincel y empieza a hacer los rasgos de aquel rostro; la pule y embellece, se complace en enriquecerla con sus gracias y no ce­ja hasta que la ha hecho totalmente agradable a sus ojos” (IX, 795-796).

Para Vicente, es claro que Dios va modelan­do en sus elegidos la imagen de su Hijo, a través de la cruz de cada día. .

Cuando no se tiene el espíritu de mortificación y no se observan las reglas, entonces, se “vive con espíritu libertino” y esto impide trabajar me­jor en la propia perfección… “¡Qué gran impedi­mento cuando uno ha caído en ese estado! ¡No preocuparse de avanzar en el camino de la virtud y no tener en cuenta los medios apropiados pa­ra ello!… Así pues, hay que ser fieles en las co­sas pequeñas para no caer en las grandes” (IX, 851 ss).

San Vicente, hablando de las máximas evan­gélicas, se pregunta “¿Qué es la santidad?” y responde lo siguiente: “Es el desprendimiento y la separación de las cosas de la tierra, y al mis­mo tiempo el amor a Dios y la unión con su divi­na voluntad. En esto, me parece a, mí que con­siste la santidad…. Por eso, decir que una persona se mantiene en la observancia de las máximas evangélicas es decir que está en la santidad; de­cir que una persona las practica es decir que tie­ne santidad, porque la santidad, como acabamos de decir, consiste en el rompimiento del afecto a las cosas terrenas y en la unión con Dios. . . Las personas que las practican, ¿qué es lo que hacen? Se apartan de tres poderosos enemigos: la pasión de tener bienes, de tener placeres y de tener li­bertad… los que se alejan del afecto a los bienes de la tierra, del ansia de placeres y de su propia voluntad, se convierten en hijos de Dios y gozan de una perfecta libertad, porque la libertad sólo se encuentra en el amor de Dios. Esas personas, hermanos míos, son libres, carecen de leyes, vue­lan libres por doquier, sin poder detenerse, sin ser nunca del demonio ni de sus placeres, ¡Bendita libertad la de los hijos de Dios!” (XI, 584-585).

Para Vicente, la santidad y la perfección tie­nen una dimensión pascual, en la dialéctica de muerte y vida. Se trata de morir a las cosas del mundo, a los ídolos del tener y del placer, y al abu­so de la libertad, para vivir como hijos de Dios, que crean fraternidad. El misionero “debe va­ciarse de sí mismo para revestirse de Jesucris­to” (XI, 236), y esto en el pensamiento paulino in­dica una invasión profunda del Espíritu, que lleva a tener los mismos sentimientos que Cristo Je­sús. Es el “despojaos del hombre viejo y vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en la . jus­ticia y santidad de la verdad” (Ef 4, 22-24; Rm 13, 12; 2Cor 5, 17).

Vicente une libertad y amor, porque la per­fección y la santidad sólo se dan en personas que hagan del amor el centro de su vida, y que sepan poner su libertad al servicio del hermano. El ver­dadero amor tiene que ser libre y la verdadera li­bertad se da entre personas que se aman.

7. Caminar siempre adelante: ¡Plus ultra!

Hoy los maestros de la espiritualidad presen­tan la santidad, la perfección, como un camino. Vicente ya lo entendía así. Él mismo recorrió “su camino” guiado por el Espíritu, hasta encontrar a Jesucristo y hacerlo “su todo”, y es entonces cuando “el pobre” entra también a formar parte de su misma vida.

La perfección para él, es un camino que hay que recorrer constantemente y con seguridad, un proceso en el que hay que avanzar todos los días. Ese camino puede convertirse en “via cru­cis”, con caídas y desesperanzas, pero allí está Jesús para dar la mano y hacer crecer en el amor, y decir “levántate y anda”… “hay que caminar siempre adelante” ¡plus ultra! “Los hijos de Nues­tro Señor caminan tranquilamente por sus cami­nos, tienen confianza en él; cuando caen, él los levanta, y si en vez de pararse para refunfuñar con­tra la piedra en que han tropezado, se humillan en su caída, él los hace avanzar a grandes pasos en su amor” (71).

Para progresar “en el camino de la perfec­ción”, se necesita también crecer en el amor a la humillación (RC. CM, X, 14). “¡Cuán felices so­mos al encontrarnos en el camino de la perfec­ción! Salvador, danos la gracia de caminar direc­tamente y sin descanso en ella!” (XI, 385).

Cuando las Hijas de la Caridad son fieles a sus prácticas de devoción, son verdaderas hijas de Nuestro Señor, y esto “es hacerse dignas de su amor y caminar con seguridad hacia la per­fección” (IV, 159).

Citando a San Bernardo, Vicente dice a sus hi­jas: “En los caminos de Dios, no avanzar y per­manecer siempre en el mismo estado, es retro­ceder” (IX, 844s). “Hay que caminar siempre hacia adelante ¡plus ultra! Y si por la mañana es­tamos a seis grados, que a medio día estemos a siete, haciendo que nuestras acciones sean tan perfectas como sea posible” (XI, 384). “Acuér­dese siempre de que en la vida espiritual no se tiene muy en cuenta los comienzos, lo que im­porta es el progreso y el final. Judas empezó bien, pero acabó mal. La perfección consiste en la per­severancia invariable por adquirir las virtudes y progresar en ellas, ya que en el camino de Dios el no avanzar es retroceder, pues el hombre no puede nunca permanecer en el mismo estado y los predestinados, según el Espíritu Santo, “ibunt de virtute in virtute”(II, 107).

Buscar la perfección es caminar en segui­miento del “Camino” para encontrar la “Verdad” y tener la”Vida”. Es estar haciendo la voluntad de Dios, es trabajar en vaciarse de sí mismo para lle­narse de Dios, es vivir la santidad cristiana. Vicente es un “caminante” de la historia, es alguien que vive cada día su fe y su amor a Dios en el servi­cio amoroso de los pobres.

“Ser caminante” en búsqueda de la perfec­ción, es para Vicente una obligación apremiante: “Hemos de tener mucho cuidado en no perder ninguna ocasión de perfeccionarnos… Por eso,… es preciso que trabajéis con plena conciencia en aprovechar los medios de perfeccionaros… te­néis que superar todas las dificultades que se opondrían a las ocasiones de haceros perfectas Hijas de la Caridad” (IX, 44).

Entre los medios que Vicente recomienda pa­ra alcanzar la perfección, podemos recordar: “…el medio para crecer y perfeccionarse en el amor a Dios consiste en estar sometida a Dios y a los su­periores… sometida a Dios. ¡qué medio tan ex­celente para crecer en su amor!… me someto a todo lo que Él quiera de mí. Hijas mías ¡qué be­lla y excelente es esta práctica del amor de Dios!” (1X, 427).

En las Reglas Comunes, a los misioneros, Vi­cente recomienda las prácticas espirituales co­mo medios que llevan a la perfección (RC. CM, X, 1). El Nuevo Testamento debe ser venerado como el libro de la regla de la perfección cristia­na (RC. CM, X, 9). Sin la dirección espiritual, es muy difícil que se llegue a la perfección requeri­da (RC. CM, X, 12). Las conferencias espirituales de cada semana tratarán de “la práctica de hacer la voluntad de Dios, de la unión fraterna, del ce­lo por la perfección propia…” (RC. CM, XI, 12). Hay que mirar las Reglas o Constituciones como me­dios que Dios nos ha dado para adquirir la per­fección propia de nuestra vocación.

Recomienda como medios muy eficaces los sacramentos, especialmente la comunión (IX, 228). La mortificación como “base y regla de perfec­ción”(IX, 695); “hacer bien todo lo que están obli­gadas a hacer” es para las Hijas de la caridad “la clave del edificio espiritual” (IX, 802).

También, la perseverancia en la vocación es un medio importante: “Si supieseis la obligación que tenéis de perfeccionaros y qué desgra








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