No parece que las explosiones de alegría fueran corrientes en la vida de Vicente de Paúl; sin embargo, sus exhortaciones a vivir la nota alegre de la caridad, siguiendo el ejemplo de Jesucristo, acompañaban de ordinario su palabra oral y escrita. Sensiblemente preocupado por el sufrimiento humano, por la ignorancia del pueblo, por el hambre y las guerras que se extendían a todas las gentes, su semblante no ofrecía una estampa risueña cargada de risa. Los cuadros que nos han llegado de él apenas si dibujan un rostro sonriente, a no ser el pintado por Angélica Labory, sobre el que comenta el abate Degert: “Su fisonomía sonriente se ilumina con un reflejo de inteligencia, de bondad consciente y de distinción, que ningún otro retrato presenta en el mismo grado”1. En todo caso, la sonrisa de Vicente de Paúl -mitad bonhomía, mitad ironía-, no traspasa los límites de una contenida gravedad. A buen seguro que sus ocupaciones ordinarias no le permitieron nunca desternillarse de risa ni perderse en altas y profundas carcajadas.
De joven, “se dejaba llevar de un temperamento bilioso y melancólico”, lo que le obligó a dirigirse a Dios y suplicarle insistentemente le cambiara ese humor seco y repelente por un espíritu dulce y benigno2. El mismo Abelly de quien procede esta noticia, añade: “Su mirada era tierna, su vista penetrante, su oído sutil, su porte grave y su gravedad benigna, su compostura sencilla e ingenua, su trato muy afable y su carácter sumamente bueno y amable. Era de un temperamento bilioso y sanguíneo”3. Este sustrato lo conservó hasta la sepultura, bien domado por la caridad, no obstante ser víctima, en ocasiones, de un humor negro e incisivo que le apenaba y ponía a prueba su humildad. Pero en ningún caso cayó en los defectos de la insociabilidad y del hastío.
Lo sabemos gracias a él mismo. El 28 de marzo de 1659, año y medio antes de morir, se confesaba pública y humildemente delante de la comunidad: “Me enfado, cambio de humor, me quejo, murmuro… Otras veces trato con aspereza a la gente, hablo en voz alta y con sequedad… Algunos, como yo, hosco de mí, siempre se presentan de mal talante y con cara de pocos amigos”4. Para más humillación, añade que es “seco como un espino”5. Así se veía el viejo Vicente de Paúl, mendigando oraciones a la comunidad, porque “como un viejo es difícil que se corrija de sus malos hábitos, os ruego que tengáis paciencia conmigo y que no dejéis de pedirle a nuestro Señor que me cambie y me perdone”6.
Si no conociéramos al santo más que por estas palabras suyas, nos imaginaríamos un Vicente de Paúl cariacontecido y sombrío, incapaz de conseguir la alegría que predicaba a los demás con ejemplos de vida, con modales sonrientes y dichos llenos de humor. Aún más, ignoraríamos los móviles que le inducían a conquistarla, dejándose llevar por la Providencia de Dios. Su alegría consistía en el cumplimiento de la ley del Señor, en el seguimiento de Jesús evangelizador de los pobres y en la confianza de que su nombre estuviera escrito en los cielos7. De ahí nace y crece su espíritu de alegría como expresión de la caridad, que, al decir de san Pablo, “es servicial y se alegra en la verdad”8.
De lo que no cabe la menor duda es acerca del humor con que acompañaba los gestos y las palabras. Basta asomarse a las conferencias y a las cartas para asegurarse de su talante humorista. Le brotaba espontáneamente cierto gracejo proveniente de su origen campesino y del trato con la gente, conducta que derivaba a veces en ironía burlesca. Su genio gascón, propenso a exagerar las cosas, llenándolas de imaginación y de gracia, hacía agradable la conversación, señal de que no era tan seco como él decía, sino que sabía conjugar la seriedad con la hilaridad, lo agradable con lo útil. Sobre todo hablando a las Hijas de la Caridad, su lenguaje se tornaba, al hilo del discurso, chispeante e ingenioso con el fin de impresionar a aquellas sencillas aldeanas. También dirigiéndose a los misioneros, gesticulaba, levantaba o bajaba la voz según los imperativos de su oratoria popular. Los unos y las otras celebraban poder escuchar a su fundador, tan rico en doctrina como chispeante de humor.
Lo podríamos probar con multitud de anécdotas de aquél que se reía de su sombra, que se fiaba poco de los discursos acicalados o que se chanceaba, discretamente, de la ingenuidad de los incautos y sin experiencia y de los que alardeaban de oración, pero sin llegar a compromisos de caridad. Por citar alguna de esas anécdotas, valgan cuatro de ejemplo.
A un sacerdote de la Misión que había pedido salir de la comunidad para ayudar a su anciano padre, el sr. Vicente le contesta: “… No es ése el caso de su padre, ya que sólo tiene 40 ó 45 años, todo lo más y está bien de salud, puede trabajar y efectivamente trabaja; si no, no hubiera vuelto a casarse, como lo ha hecho hace poco con una joven de 18 años, de las más guapas de la ciudad; él mismo me lo ha dicho…”9. Y a un religioso que deseaba el episcopado le contesta: “…Mi reverendo padre, ¡cuánto daño haría usted a su santa Orden, privándola de una de sus principales columnas, que lo sostiene y acredita con su doctrina y sus ejemplos!… Todavía tiene que rendir muchos servicios a Dios y a su religión, que es una de las más santas y edificantes que hay en la Iglesia de Jesucristo”10. El 11 de septiembre de 1654 contesta, en tono festivo, a Carlos Ozenne, superior de la casa de Varsovia, tranquilizándole a él y a sus compañeros de comunidad ante los temores provocados por los eclipses: “Me parece que los sabios entendidos en astronomía no muestran ninguna preocupación, y mucho menos aquellos que están instruidos en la escuela de Jesucristo y que saben que el hombre inteligente dominabitur astris”11. En otra ocasión, un sacerdote acude a la habitación del superior para comunicarle su decisión irrevocable de salirse de la Congregación cuanto antes. “El sr. Vicente, sonriendo y mirándole con dulzura, le dice: ¿Cuándo piensa marchar, padre? ¿Quiere hacer el viaje a pie o a caballo?”. Comenta Abelly que ante pregunta tan inesperada del superior, el clérigo obsesionado por la tentación salió desarmado y decidido a seguir en la Compañía12. Y como éstas, otras muchas. ¿Quién no se imagina en estas ocasiones a un sr. Vicente bromista que aprovecha la buena fe de sus corresponsales o interlocutores para sonreír de sus espontaneidades?
Del sentido del humor al uso de la ironía, sólo había un paso. Con frecuencia se confundían. La ironía vicenciana adquiría variadas formas verbales y gesticulares. P. Renaudin afirma de Vicente de Paúl que “si la caridad no le hubiera retenido, habría sido fácilmente un satírico”13. Es asombrosa su inclinación a ridiculizar situaciones y comportamientos que no proceden de la sencillez evangélica, aunque nunca llega a ser sádica ni sarcástica. No pretende herir a nadie, pero sí poner al ridículo conductas vanidosas y libertinas.
Son proverbiales sus inflexiones de voz, en tono burlesco, cuando imita a los perezosos y vagos, o sus movimientos de brazos cuando caricaturiza a los libertinos “que sólo piensan en divertirse, en comer y beber bien”. Lo hace notar el amanuense de la conferencia a los misioneros, del 6 de diciembre de 1658: “Al decir esto, hacía ciertos gestos con las manos y con la cabeza, con cierta inflexión de voz un tanto despreciativa, de manera que con esos movimientos expresaba mejor que con sus palabras lo que quería decir”14. En él, era habitual ese medio oratorio que le permitía mantener atento al público, provocando unas veces la risa, otras la compunción. Ya nos lo había advertido el hermano Ducourneau: “Todos están muy atentos cuando habla y como arrebatados de oírle, mientras que los ausentes preguntan muchas veces por lo que ha dicho y se sienten muy apenados de no haber podido asistir”15. Verdaderamente era una fiesta poder participar en una sesión comunitaria en la que el sr. Vicente tomaba la palabra llena de encanto, de sabiduría práctica y de autoridad.
Esto no hubiera sido posible si no le animara por dentro el gozo del Espíritu, sumado a sus dotes naturales de humorista, rayano en socarrón. No es la suya una alegría bullanguera y desmesurada, ni la propia de un comediante que sabe hacer reír a los espectadores, aunque él llore en el alma. Tampoco es la suya la alegría frívola o pueril, forzada por las circunstancias, sino la propia de un cristiano maduro en la fe y en la caridad, la del que sabe rebosar de gozo incluso cuando comparte los padecimientos de Cristo16. El dejó impreso algo que bien pudiera definir su conducta respecto a la alegría exterior: “En los recreos y en la conversación ordinaria uniremos de tal manera la modestia con el buen humor (hilaritate) que siempre mezclemos en lo posible lo útil con lo agradable, y así daremos buen ejemplo”17. (Nótese que el término latino hilentas significa precisamente “regocijo”, “alegría” y “buen humor”).
Así aconsejaba Vicente de Paúl a su más distinguida dirigida Luisa de Marillac cuando ésta era acometida por sentimientos de tristeza suscitados por situaciones personales y familiares. Tras serios y continuos intentos por devolverle la paz, el experimentado director la orienta hacia la confianza y amor a Dios, “que quiere que vayamos a Él por la vía del amor”18. Cuanto más acometida era por la tentación, tanto más el director redoblaba el consabido consejo: “Consérvese alegre”, “sea alegre”, “honre la alegría de nuestro Señor y la de su santa Madre”19.
El Señor Jesús y su madre María son los modelos consumados de alegría, según los datos de la Escritura en los que se inspira Vicente de Paúl; por eso los pone como ejemplo de gozo en el Espíritu. El seguimiento de Jesús ofrece los motivos más convincentes para vivir esperanzados en la felicidad temporal y eterna, supuesta siempre la ascesis aneja al mismo seguimiento. María, la primera cristiana y la discípula más aventajada de Jesús, nos da ejemplo de auténtico gozo cuando dice: “Se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador”20.
Sobre la palabra y la vida de Jesús basa san Pablo sus exhortaciones a la alegría: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. Que vuestra mesura la conozca todo el mundo”21. Este consejo paulino contiene la razón de la alegría cristiana anhelada por nuestro santo, que además parle de la misión de Cristo en la tierra para garantizarnos la dicha total: “No podemos asegurar mejor nuestra felicidad eterna que viviendo y muriendo en el servicio de los pobres, en los brazos de la Providencia y en una renuncia actual a nosotros mismos, para seguir a Jesús”22, escribía a un misionero. Y a las Hijas de la Caridad les declaraba entusiasmado: “No he visto jamás una Compañía que dé más gloria a Dios que la vuestra. Ha sido instituida para honrar la gran caridad de nuestro Señor. ¡Qué felicidad, mis queridas hermanas! Ése sí que es un fin noble. ¡Estar fundadas para honrar la gran caridad de nuestro Señor, tenerlo a Él por modelo y ejemplo, junto con la santísima Virgen María, en todo lo que hacéis! ¡Dios mío, qué felicidad! ¡Qué dichosas son las madres que llevan a sus hijos a que hagan este ejercicio, que debe ser la continuación de aquel que hicieron en la tierra nuestro Señor y su santísima Madre!23.
Obviamente, tanta felicidad tiene su precio, que sólo pueden pagar los que, sin poner condiciones a la llamada del Señor, aceptan los compromisos evangélicos para vividos en comunidad y con el espíritu propio de la comunidad que los recibe. Ello requiere mucha gracia de Dios y gran capacidad de sacrificio, en aras del amor a Jesús, para seguirle. “El que quiere vivir en comunidad tiene que decidirse a vivir como un peregrino en la tierra, a hacerse un loco por Jesucristo, a cambiar de costumbres, a mortificar todas sus pasiones, a buscar puramente a Dios, a servir a todos los demás, como el más pequeño de todos; debe estar convencido de que ha venido a servir y no a gobernar, a sufrir y a trabajar y no a vivir entre placeres y en la ociosidad. Tiene que saber que allí se le prueba a uno como el oro en el crisol, que es imposible perseverar si uno no quiere humillarse por Dios; y tiene que estar seguro de que, si obra de ese modo, sentirá una verdadera alegría en este mundo y tendrá la vida eterna en el otro”24.
Según esto, se experimenta la bienaventuranza completa en la aceptación generosa de la cruz y en la negación a sí mismo, como ya había predicho el Señor25. La cruz recibe muchos nombres, entre otros: enfermedad, persecución y cárceles. En este caso, también Jesús habla advertido a sus discípulos: “Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos”26. Existe, pues, un vinculo estrecho entre la alegría y el padecimiento en nombre del Señor. Rehuir este último supone renunciar al gozo de ser verdadero discípulo de Jesús. Los Apóstoles iban alegres y contentos después de haber padecido algo por el nombre de Jesús27. Tal conducta explica la mentalidad y experiencia de san Vicente respecto de la alegría que conlleva la evangelización.
Nuestro apóstol de la caridad descubrió, al comienzo de su tarea misionera, que la alegría es una nota que ha de acompañar siempre el servicio de los pobres. En el primer Reglamento de la Cofradía de la Caridad, de Chátillon-les-Dombes, año 1617. deja ya estampado este sabio consejo: “… La encargada de cada día preparará la comida a los pobres…; les saludará con alegría y caridad cuando llegue…”28. El mismo consejo lo repetirá en posteriores Reglamentos. No podía ser de otra manera, ya que los pobres esperan de sus servidores un acceso fácil y alegre que reavive en ellos la esperanza y el consuelo. El saludo primero, dirigido con rostro risueño, dispone al pobre a aceptar con agrado las demás atenciones que luego reciba.
La recomendación sálmica, “servid al Señor con alegría”29, pesaba mucho en la experiencia de Vicente de Paúl, quien supo descubrir a Jesús en los pobres y a los pobres en Jesús. Como miembros distinguidos del cuerpo de Cristo, ellos son acreedores de un trato jovial y alegre. Por el contrario, un comportamiento duro y sombrío los aleja del amor, a parte la denigración que ello acarrearía a la caridad. Si el servicio gozoso acerca al pobre con el que el Señor ha querido identificarse30, ¿no es un contrasentido querer servirle a Él con alegría, y servir luego malhumorado a los necesitados? Pues bien, “no hay ninguna diferencia entre amar a Dios y amar a los pobres, entre servir bien a los pobres y servirle a Él”31. Por eso precisamente, “hay que pasar del amor afectivo (sentido en la oración) al amor efectivo, que consiste en el ejercicio de obras de caridad, en el servicio de los pobres, emprendido con alegría, entusiasmo, constancia y amor”32. Está tan convencido de ello el sr. Vicente, que lo contrario a este espíritu evangélico echaría a perder el servicio y desmentiría, en la práctica, el sentido original de la evangelización, que es por naturaleza, “noticia alegre” de salvación para el pobre.
J. MORIR, Les origines er l’enfance de M. Vincent, en Vincentana 4,5,6 (1984) 407-418.- Les premié res années de M. Vincent. Un regard qui se forme, un regard qui se cherche. 1581-1600, en Vincentiana 4,5,6 (1987) 520-530.- A. ORCAJO, Vicente de Paúl a través de su palabra, La Milagrosa, Madrid 1988, 30-36.
Por: Antonino Orcajo, C. M.
Tomado de: Diccionario de Espiritualidad Vicenciana, Editorial CEME, 1995
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